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La voz de los lápices

La siguiente historia ocurrió en el departamento de Córdoba, en el Caribe colombiano entre las décadas de los años 90 y la primera del 2000. Los paramilitares persiguieron al pueblo Embera y desaparecieron a uno de sus líderes. Para la misma época asesinaron, obligaron a exiliarse y a silenciarse a profesores, estudiantes y sindicalistas de la Universidad de Córdoba, tras lo que fue conocido como la toma de las autodefensas a la Universidad, un hecho inédito en el país. Varios de estos profesores investigaban las afectaciones ambientales y al pueblo Embera Katío debido a la construcción de la represa Urrá. Este relato es el hilo de la violencia hasta ahora no contada contra indígenas e intelectuales, las memorias subterráneas de los sobrevivientes, las resistencias y la verdad emergente que, dicho por ellos, es un “acto de guerra” en un territorio donde de eso no se habla.Por más de 10 años se buscó por Colombia y fuera del país a los testigos y sólo cuando ellos estuvieron listos, nos atreviéramos a contar.

Presentación

Para la Fundación Konrad Adenauer, la promoción de iniciativas para la construcción de la paz ha estado ligada a nuestro quehacer en Colombia desde hace ya más de 55 años, conscientes de que nuestra misión —el fortalecimiento de la democracia y del Estado de derecho— no serán posibles sin la implementación de iniciativas efectivas de construcción de paz y reconciliación.

En ese sentido, nos hemos propuesto cooperar con acciones de paz que propicien espacios de encuentro, escucha, diálogo y, sobre todo, de recuperación de la memoria, entendiendo que esta es fundamental no solo para el esclarecimiento de los hechos que rodean el extenso conflicto armado que ha vivido el país, sino también para la reconstrucción del tejido social y la dignificación de las víctimas.

Justamente en este camino hemos encontrado aliados increíbles, con una pasión indescriptible por el país. Un país que duele, pero en el que a la vez hallamos voces esperanzadoras dispuestas a aportar a la búsqueda de la verdad para que no se pierda la historia de pueblos, regiones y comunidades. Un ejemplo de ello es precisamente esta obra que llega a sus manos, con el único propósito de seguir contribuyendo a la consolidación de la paz. Se trata de una investigación profunda que narra la historia jamás contada de la toma paramilitar de una universidad colombiana en la ciudad de Montería, una historia además silenciada por más de veinte años y que gracias a la sensibilidad de la periodista Ginna Morelo hoy podemos conocer.

La voz de los lápices. Testimonios de la universidad tomada es un valioso intento de construcción de memoria que a lo largo de ocho capítulos nos adentra en un viaje al silencio. Un viaje que devela la conexión de los hechos violentos padecidos por el pueblo embera katio y la toma paramilitar de la Universidad de Córdoba. Una narración juiciosa desde la perspectiva de las víctimas, las comunidades indígenas, los campesinos, los estudiantes y los docentes que se dan cita en esta travesía para contarnos lo que otros han contado por ellos. Una obra que nos confronta y que nos invita a valorar la palabra y la verdad.

Por eso agradecemos a Ginna Morelo por haber tocado nuestra puerta y hacernos partícipes de este gran esfuerzo. Desde el momento en que conocimos esta apuesta y lo que implicaba, no dudamos en sumarnos. Estamos convencidos de que el texto que aquí les presentamos desde ya está aportando un granito de arena a la reconciliación de Colombia. Los animamos a leerlo.

La reconstrucción de la verdad es un proceso colectivo que debe asumir la sociedad y que requiere mucho tiempo, un arduo proceso de discusión y estar dispuesto a escuchar y ser escuchado. Lo importante es comenzar.

Stefan Reith
Representante de la KAS en Colombia

Gonzalo Sánchez G0.

Este texto relata un proceso inédito en América Latina, la toma paramilitar de una universidad colombiana, la Universidad de Córdoba, en la ciudad de Montería. Esta toma paramilitar de un centro de pensamiento está enmarcada a su vez en la toma paramilitar de regiones enteras del país entre la última década del siglo XX y la primera del actual. Un evento múltiple que se plasma en la interrupción brutal de la palabra, o si se quiere, para el caso, en la confrontación desigual entre los lápices y las armas homicidas. Toda la estructura universitaria fue impactada no solo en su personal —profesores, estudiantes, sindicalistas—; sino también en los contenidos y programas. La universidad, ciudadela de la crítica y de la palabra, fue convertida en una ciudadela enmudecida.

Esta historia de la universidad tomada es, pues, una documentada incursión de periodismo investigativo en los impactos de la violencia sobre el mundo de la cultura y en un momento oscuro para la democracia Colombiana. Universidades, centros de investigación y ONG fueron víctimas de la barbarie paramilitar en Colombia desde los años ochenta. Pero lo fueron mucho más dramáticamente entre los años 1996 y 2003, y lo sufrió con la mayor brutalidad y sistematicidad la Universidad de Córdoba, en la costa norte de Colombia.

La voz de los lápices, que alude a la conocida película La noche de los lápices sobre los jóvenes estudiantes secuestrados, torturados y desaparecidos bajo la dictadura argentina, es la voz de los letrados locales, de los profesores, de los investigadores regionales, de ese amplio universo de líderes político-culturales a los que, como se evoca aquí, hizo célebres en días a la vez aciagos y esperanzadores Antonio Gramsci, al caracterizarlos como “intelectuales orgánicos”. Porque eso son ellos, mediadores orgánicos de grupos sociales en lucha por la tierra; cuidadores de la biodiversidad biológica y ambiental; vigías de los ríos desviados de su curso o disecados para la siembra o el pastoreo; portavoces en gran medida de la multiculturalidad étnica y de la democracia local y regional.

Desde la Universidad de Córdoba, en las décadas precedentes a la toma, estudiantes y profesores sumaban esfuerzos en la producción de un conocimiento democratizante que alimentara el movimiento social. Todos los muertos, los desplazados y los exiliados de esta historia tuvieron que ver con la militancia social, política y académica en defensa de derechos elementales: la tierra, la participación política, la libertad de expresión, el cuidado de la naturaleza.

Aún se habla poco de esa época de dominio paramilitar. El movimiento social y el estudiantil parecen suspendidos en el tiempo. Cuando uno se adentra en estas páginas percibe que se trata, en efecto, de un silencio social y temporalmente extendido de las familias, de las comunidades y de las organizaciones, que muchas veces no quieren hablar, por el miedo a hacerlo porque la palabra sigue asociada al riesgo; o porque aún duele; o porque persisten dudas de que haya quienes quieran saber o escuchar lo que pasó; o simplemente, en muchos casos, porque hay unos testigos y sobrevivientes a los que no se les ha interrogado sobre su experiencia, dada la mentalidad paramilitar que aún está instalada en la región.

Y luego brotan las preguntas asociadas a la dimensión intergeneracional: ¿qué ha pasado con los que vivieron los hechos y qué pasa hoy con los “herederos del silencio”? Sé lo pertinente de estas preguntas por experiencia propia, pues a menudo los padres frente a sus hijos llenaban de silencios las cotidianidades de La Violencia, para protegerse y para protegernos. Manejar información en periodos y contextos de confrontación armada es como cargar un explosivo en la cabeza.

Ginna Morelo, la periodista, estuvo ella misma durante años en suspenso, sin saber si callar, o hablar, o cuándo hablar. Imagine el lector lo que estas cavilaciones significan para una periodista. Este texto es para ella, en primer lugar, la historia de un regreso: “Habían transcurrido dos décadas desde cuando trabajaba en el diario de la región, e intenté hurgar con cuidado entre los silencios que se quedaron como antes... Ahora escapo de mi silencio que era ruido”. Porque hay que resaltarlo, el silencio de esta historia no es un silencio complaciente o sometido. Es en gran medida un silencio resistente.

Para la periodista-investigadora narrar es entonces, en segundo lugar, un intento de liberarse de ese pasado no dicho, no hablado. Ella lo sabe y lo dice una de sus fuentes también expresamente en algún momento: “ser hijos de la guerra es algo con lo que se carga para toda la vida”.

Pasar la página, como se dice, o reescribirla implica realizar la anatomía y la memoria de esa contracultura paramilitar, fundada en la violencia, que se erigió en sustitución de una cultura democrática agrarista, que se había desplegado durante décadas, y no sin dificultades, en un contexto espacio-temporal de dominio terrateniente feudalizante, propio de las estructuras so- ciales rurales en casi toda la costa atlántica. Los ecos más recientes de esos “retozos democráticos” se remontan al movimiento campesino de la Anuc de los años setenta y ochenta.

Lo que la autora nos ofrece es una especie de exhumación del silencio largo, impuesto tras la toma física, administrativa y política de la Universidad de Córdoba. Aquí el silencio grita. El silencio oculta pero también es revelador del poder —transitorio— de los que hablan con las armas. Todo allí rimaba en lógica militar: toma paramilitar, contracultura paramilitar, seguimiento militar y justicia militar. La situación llegó a tal punto que los mismos profesores se vieron obligados a pedir autorización a la Universidad para armarse, y la administración decide, efectivamente, darles armas a unos cuantos directivos de los sindicatos en riesgo. Tremenda ironía de la guerra: la palabra armada.

Ginna nos invita a desandar sus pasos y a acompañarla en su regreso al pasado cercano, de la mano de colectivos como el Festival de la Memoria. Su objetivo manifiesto: la búsqueda de su propia memoria y de la memoria de los otros, los otros-suyos: parientes, colegas, amigos o coterráneos, con el fin de desenmarañar su pesadilla, a saber, el por qué de la importancia para el proyecto contrainsurgente de extender sus ramificaciones de las zonas rurales a los predios universitarios, concretado en el copamiento paramilitar de la Universidad de Córdoba, lo que puesto en condiciones de tiempo y lugar significa el asalto a la fortaleza de irradiación democrática en la región.

Lo que emerge de esta retrospectiva es un tejido inextricable de luchas en la esfera pública, de violencias, de emociones, de ausencias y de cotidianidades, que en periodos de desarraigo cobra una tremenda centralidad en la memoria de los sobrevivientes, y se reactiva hoy cuando apenas comienzan a narrarse tras largos años del éxodo.

Puesto en boca de Ginna: “Pienso en eso que me dijo Ramiro cuando trabajábamos juntos. Estábamos solos. En silencio. Silenciados”. Aquí el silencio es refugio frente a los ataques al espacio público democratizante y a las amenazas que vienen de los armados al derecho de asociación, de opinión. Y no lo olvidemos, es también silencio como estrategia de sobrevivencia en contextos de confrontación armada, mecanismo de adaptación a la rutina de la guerra en el campo, principalmente.

En este texto, la palabra está llena de silencio y soledad... Silencio y soledad en la universidad, que es el lugar de transmisión de la palabra; silencio y soledad en las comunidades; silencio y soledad en el exilio. Silencio y soledad hoy en la memoria, tan lejos ya de todo.

El resultado de este viaje, entre incómodo e irrenunciable, es no solo reconstrucción de lo no dicho durante dos décadas en el claustro universitario, sino también operación de salvamento del registro de los “guardianes de la memoria”: de profesores, alumnos y personal administrativo de la Universidad de Córdoba; de los líderes políticos sociales y sindicales; de campesinos desplazados; y muy significativamente de indígenas embera katíos amenazados en su hábitat y sus bases culturales y materiales por el espejismo del desarrollo nacional que se proyectaba en la construcción de la represa de Urrá, base de una de las principales hidroeléctricas del país, construida muy a pesar de los nativos de la zona. Es un recorrido y un reconocimiento, pues por diferentes motivos Ginna había estado en años precedentes en estos mismos lugares.

En cierto sentido, este texto es un encuentro con el silencio, sí. Pero el silencio del cual se trata no es el silencio racionalizado de los iniciados, de los clubes revolucionarios, de las sociedades secretas, de los complotistas; sino el silencio impuesto con miras a la instauración del pensamiento único en la esfera pública. Porque, como se ha dicho, si la democracia es el reino de la palabra, del derecho a la palabra; la represión es, por el contrario, el reino y la imposición del silencio.

Este texto, original y urgente, es una inmersión en una ausencia, un desplazamiento mental e incesante entre los signos de un paréntesis que hoy se quiere visibilizar al mundo. Aquí pasó algo, intuye uno desde el principio de esta narrativa. Algo que ha estado largamente suprimido. Es como si después de esa huida al infierno, el silencio se reencontrara hoy con la palabra.

Señalemos con todo que el silencio no es, estrictamente hablando, supresión de la memoria, el silencio es testimonio y memoria diferida, que se reactiva con la transformación de los contextos. El silencio estratégico es incluso una forma de archivo, activado hoy con eventos de duelo y puesta en marcha de nuevos procesos organizativos. El silencio estratégico nos dice algo así como que es imperativo “resistir para testimoniar”, para después poder contar.

El silencio puede ser considerado como un lugar de la memoria en el cual hay muchas cosas archivadas esperando la posibilidad de la palabra. Casi se puede tocar aquí con las manos. Que los silencios están llenos de memoria fue lo que intuyó certe ramente Ginna Morelo cuando decidió auscultar la memoria de su región y escribir estas páginas. Tantas formas de expresarse el silencio: el silencio y el hablar en voz baja, cercano al silencio. El pedir cautela sobre lo contado o sobre nombres, personajes y eventos referidos. El recurrir, como en contextos dictatoriales, a la escritura en códigos cifrados para la comunicación verbal o escrita. Es todo un universo de interdicciones. Incluso el texto sobre tierras en el que un investigador de la región documenta el despojo se torna libro prohibido, desaparecido, no encontrado en las bibliotecas... Una y otra vez este relato es un testimonio de ausencias: de muertos, de desaparecidos, de exiliados.

Narrar el silencio y narrar lo que ocultaba el silencio es un tremendo ejercicio de memoria y dignidad. “Hacer memoria en Córdoba no solo duele, es una acto de guerra”, nos dice la autora, consciente de los alcances de su temeraria empresa, y pese a los llamados a la prudencia que ella misma se impone o le sugieren los testigos y amigos. El reconocido historiador regional Víctor Negrete le habría dicho a Ginna Morelo: “Si te vas a quedar a vivir mucho tiempo en la región, tienes que aprender a convivir con el miedo y las ganas de gritar que empiezan a ahogarte”.

Todas estas advertencias directas o veladas indican hasta qué punto la memoria desafía el orden paramilitar que se instaló con la complicidad de élites locales y de instituciones estatales, y que no se ha ido. En ese contexto, la palabra es un milagro.

Apenas comienza hoy a romperse el espeso muro del silencio. Hay resonancias de esa voluntad memoriosa costeña, que también tuvo el dirigente campesino Jesús María “Chucho” Pérez, el campesino-historiador de las luchas agrarias de Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (Anuc).

Los profesores de la Universidad de Córdoba han realizado igualmente una tarea fundamental: juntar archivos, juntar voces, juntar silencios que hablan. Toda esta trama sirvió de fundamento a la declaración de la Universidad como sujeto de reparación colectiva, un proceso iniciado por la Unidad de Víctimas, pero aún inconcluso.

La memoria es un campo de interacciones. Uno habla no solo cuando quiere, sino cuando hay también una sociedad, un alguien, que quiera escuchar. Es lo que parece darse ahora y hay que celebrar e impulsar. Porque la memoria no es solo asunto de un pasado muerto, sino también implícitas o explícitas preguntas por el futuro del pasado. ¿Cuándo la historia detrás de este silencio será asumida por la escuela, por la universidad y por el país? Seguramente falta tiempo. Pero como lo muestra Ginna en estas desgarradoras páginas, ya irrumpen en la esfera pública los “herederos del silencio”. Por fin, los lápices comienzan a ganarle la partida a las armas asesinas.

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  1. Abogado y filósofo de la Universidad Nacional de Colombia; magíster en Ciencia Política de la Universidad de Essex (Inglaterra); doctorado en Sociología Política de la Escuela de Altos Estudios de París; profesor emérito del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales (Iepri) de la Universidad Nacional de Colombia. Autor y editor de numerosos libros, entre los cuales se encuentran Bandoleros, gamonales y campesinos (coautora Donny Meertens, 1983); Guerra y política en la sociedad colombiana (1991); y Guerras, memoria e historia (2003). Coordinador del informe de los “violentólogos” Colombia: Violencia y Democracia (1987). Fue director del Grupo de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (CNRR) y director general del Centro Nacional de Memoria Histórica de Colombia. En 2016 fue galardonado con el Premio Nacional de Paz, en la categoría “Liderazgo por la Paz”. 

Ahora escribimos

La memoria en silencio es un animal dormido que clava el colmillo y no te suelta. Es una brisa tenue que arrulla los recuerdos y un viento fuerte que los desbarata. Es espacio inabarcable, incomprensible. Con el tiempo, hace y deshace. La memoria de los testigos es un vestido que no se quitan, una canción que no olvidan. Es amor y es dolor. Es el nombre de los muertos y de los vivos que no pudieron despedir, por los que todavía lloran.

En el primer año de la pandemia regresé asombrada y conuna nueva intención a la tierra que nunca he dejado atrás.

—Tienes los ojos del color de la tristeza, profundos.

Eso me dijo mi padre cuando me vio llegar a casa en Montería. El sastre que no terminó la primaria, el taxista que acompañó a algunos periodistas de Córdoba y de otros lugares del mundo a buscar las historias del conflicto en el Sinú, halló en mi mirada la decisión que veinte años atrás me hizo falta.

Habían transcurrido poco más de cinco años desde cuando trabajaba en el diario de la región e intenté hurgar con cuidado entre los silencios que se quedaron como atmósferas flotando en mi tierra de sangre. Sentipensantes1 cordobeses caminaron sobre tizones de violencias inacabadas. Las heridas se han transformado en cicatrices que, tejidas, son el mapa de las rupturas y los quiebres de las memorias procesadas en soledad, en silencio, en intimidad.

Antes de finalizar la primera década del siglo XXI busqué a algunos de ellos y conocí sus relatos. En 2009 publiqué el libro Tierra de sangre2, que contiene algunas de las tantas historias de las víctimas del paramilitarismo en mi región. A la versión que circuló le mutilé una historia, la toma de la Universidad de Córdoba por parte del paramilitarismo. Amenazaron con hacerle daño a mis hijos, entonces hice del miedo silencio.

La narrativa que tejemos en este relato coral está inserta en la violencia contra el mundo universitario que se dio con fuerza desde los años setenta y afectó el libre ejercicio de estas organizaciones en Colombia, porque bloqueó la construcción y expresión del pensamiento crítico, y convirtió al movimiento estudiantil y a los profesores en blanco de la derecha armada.

El informe Conflicto en el campus: Una generación que no aprendió a rendirse, realizado por los comités de investigación de las universidades de Cartagena, Atlántico, Sucre, Magdalena, Córdoba y Popular del Cesar, con el Centro Internacional para la Justicia Transicional (ICTJ), y entregado a la Comisión de la Verdad el 30 de noviembre de 2021, describe bien esa situación:

Entre 1997 y 2007 se dio la mayor violencia en las universidades públicas del Caribe colombiano. En la Universidad del Atlántico, por ejemplo, se produjeron alrededor de veinte asesinatos de estudiantes y trabajadores. El informe del ICTJ indica que, en la Universidad de Córdoba, el entonces jefe paramilitar de las Autodefensas Unidas de Colombia, Salvatore Mancuso, llegó a manejar la toma de decisiones e instaló prácticas administrativas y criminales a su favor. Entre tanto, en la Universidad de Magdalena la contratación de algunos servicios, como el del aseo, fueron cooptados, mientras se asesinaban estudiantes y docentes. Y en las universidades de Cartagena y Sucre también se produjeron amenazas, desapariciones, torturas y asesinatos contra líderes estudiantiles3.

La toma a la Universidad de Córdoba, ubicada en el departamento del mismo nombre, uno de los ocho del Caribe colombiano, ocurrió a comienzos de la década de 2000. Algunos testigos armaron sus relatos en voz baja, con sus lápices dejaron huella en el papel resistiendo al olvido y decidieron no compartirlo en lo público, no era tiempo. Los que se quedaron en Córdoba —viudas, huérfanos, madres, hermanos y profesores— y los que se exiliaron para salvar sus vidas —estudiantes y sindicalistas— resistieron el paso del tiempo y ahora cuentan.

Desde el silencio volví mis sentidos a la poética de las cicatrices de los otros. Con los sobrevivientes atravesamos juntos un túnel a veces frío, a veces cálido. No hay una completa oscuridad en este espacio inalterado e íntimo. Las luces y sombras que se han configurado para abrir camino me convocaron a una escucha activa, extendida, permanente. Hay procesos que no se pueden hacer desde una sola dimensión, como la periodística, y por eso nos acompañamos, nos escuchamos, y ahora que ellas y ellos han estado de acuerdo, escribimos.

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  1. Este concepto, sentipensante, lo planteó el sociólogo Orlando Fals Borda en sus investigaciones para los dos tomos de la Historia doble de la Costa. Según Víctor Manuel Moncayo, en su texto “Orlando Fals Borda: una sociología sentipensante para América Latina”, un hombre le habló de las prácticas ancestrales de “pensar con el corazón y sentir con la cabeza”. Recuperado de: http://sentipensante.red/.  

  2. Ginna Morelo, Tierra de sangre: Memorias de las víctimas, Medellín: Editorial Lealon, 2009.  

  3. El informe Conflicto en el campus: una generación que no aprendió a rendirse fue realizado por los comités de investigación de las universidades de Cartagena, Atlántico, Sucre, Magdalena, Córdoba y Popular del Cesar, con el Centro Internacional para la Justicia Transicional (ICTJ) y entregado a la Comisión de la Verdad el 30 de noviembre del 2021. Recuperado de: https://comisiondelaverdad.co/actualidad/noticias/horror-guerra-universidades-caribe-no-debe-repetir-comision-verdad

Capítulo 1: Escritura en silencio

Las dos de la tarde no son horas para hacer una visita en Montería. Las hojas de los árboles se aquietan, la brisa desaparece y detrás de las puertas de las casas solo se escucha el ronroneo de los ventiladores disparando aire caliente. En la casa de Serafín Velásquez, en el barrio Buenavista, además del abanico oigo el tecleo de un computador. Lo encuentro escribiendo esforzadamente con sus dedos artríticos.

Serafín Velásquez Acosta es pensionado del programa de Ingeniería Agronómica de la Universidad de Córdoba. La primera vez que supe de él fue por el grupo El Bocachico Letrado, una tertulia gastronómico-literaria de escritores cordobeses fundada por Antonio Mora Vélez. Lo escuché leer un poema en uno de esos encuentros. Mucho tiempo después, una buena amiga me diría que él estaba documentando la toma paramilitar de la Universidad de Córdoba, el suceso que me ha robado la tranquilidad y el sueño.

Conocí a Serafín en 2008 y desde entonces nos hemos acompañado, él en su lucha jurídica por la reivindicación de los derechos laborales y pensionales que el paramilitarismo les arrebató por la fuerza durante el mandato de un cuestionado rector, Claudio Sánchez Parra, y yo en mi interés de entender cómo fue el aniquilamiento de los intelectuales. Por qué pasó y qué nos pasó en la región mientras asesinaban y expulsaban a profesores y estudiantes de la Universidad de Córdoba en una clara estrategia por silenciar el pensamiento crítico.

Serafín, el guardián de la memoria, se ofreció generosamente a guiarme hasta donde se encuentran los protagonistas que sufrieron la violencia de la toma paramilitar de la Universidad de Córdoba. Lo ha hecho con un desprendimiento impagable.

—Profe, ¿me lee uno de los relatos sobre la Universidad?

LA LISTA

Al azar, solo en apariencia, fueron cayendo asesinados en sus propias casas, en las calles o en zonas rurales, en muchas partes de la geografía colombiana, todos aquellos que quisieron abrir caminos hacia otro país en el que imperara la justicia y la igualdad.

¿Cuántos fueron? ¿La verdad? No lo sé, pero en mi memoria sobreviven más de cincuenta. Entre ellos, los profesores universitarios Julio Cuervo, Francisco Aguilar Madera, Al- berto Alzate Patiño, Alfonso Cujavante, Misael Díaz Urzola, James Pérez Chimá y Hugo Iguarán Cote; mi compadre Alejandro Gómez Peralta y un grupo de conocidos dirigen- tes cívicos y sindicales de la ciudad.

¿Y sus pecados? Según los autores de la lista con nombres subrayados, dizque porque escogieron el camino de la izquierda en un país que la derecha ha consagrado al Sagrado Corazón de Jesús.

Jesús, justamente, un hombre que pregonaba con sus palabras el amor, la caridad y la igualdad entre los seres humanos.

Los relatos del guardián de la memoria sobre la violencia en Córdoba han sido elaborados desde 2012. Son 97 páginas escritas a máquina, anilladas bajo el título Hurgando en mi memoria. Relatos, cuentos y poemas. Está dedicado a las víctimas de la violencia contemporánea en Colombia. Y así lo escribe en la primera página que tiene una ilustración con una imagen de un hombre en actitud reflexiva y triste. La cabeza del hombre muestra en su interior la materia blanca que se comunica con el sistema nervioso. El árbol de la vida de ese hombre, que es Serafín, es completamente visible, transparente.

—Esta es mi memoria sobre la violencia contra los embera, los campesinos, los profesores y los cordobeses. Quisiera que me ayudaras a publicarla, Ginna.

—Es un compromiso, profesor —me apresuro a responderle. El libro me lo entregó en junio de 2020.

El profesor Serafín se graduó de ingeniero agrónomo en la Universidad de Córdoba y desde 1973 trabaja allí como profesor. Cuando cumplió 46 años de trabajo se pensionó, ya que el régimen docente de ese entonces así lo contemplaba; pero es tal el amor por lo que hace y el cariño y respeto que sienten por él los estudiantes, que aún hoy sigue como catedrático, cuando tiene 75 años de edad.

Serafín ha vivido casi todas las etapas de la Universidad, incluso recuerda el escepticismo que rodeó los orígenes de la única alma mater pública con que cuenta el departamento.

“Años antes de 1962 eran muy pocos los cordobeses que sabían qué cosa era la Universidad y para qué le serviría al departamento. Había la creencia generalizada que los hijos de ganaderos tenían que ser ganaderos, porque hacer dinero era la principal preocupación, y la ganadería extensiva, como se venía explotando tradicionalmente, era la actividad adecuada para conseguirlo”4 , escribe el abogado, político, poeta y ensayista cordobés José Manuel Vergara.

En sus inicios, la Universidad de Córdoba dependía de la Universidad Nacional de Colombia y en 1962 contaba con dos únicos programas: Ingeniería Agronómica y Medicina Veterinaria y Zootecnia. El 25 de octubre de 1962, la Asamblea Departamental de Córdoba aprobó las ordenanzas que aseguraban el respaldo fiscal y garantizaban el funcionamiento independiente de la institución de educación superior. Sin embargo, solo hasta 1966, el Congreso de la República reconoció y creó la Universidad de Córdoba y el gobierno nacional le asignó un presupuesto anual de seis millones de pesos. Detrás de toda esa gestión estuvo la figura de Elías Bechara Zainum, hijo de inmigrantes siriolibaneses que arribaron a Córdoba a principios del siglo XX.

—Pese a todo, cuando la Universidad de Córdoba comenzó, era raquítica presupuestalmente. La Universidad sin presupuesto no era atractiva. Entonces teníamos que estar docentes y estudiantes programando paros de una forma continuada para que pudiesen llegar los recursos financieros para poder terminar semestre y tener buenos laboratorios, para cumplir con las necesidades académicas. Toda esa etapa se extendió hasta 1980, de ahí en adelante empezaron a llegar nuevos recursos —dice Serafín.

Para el profesor es claro que fue el exsenador liberal Juan Manuel López Cabrales quien logró multiplicar los recursos de la Universidad a partir de la aprobación de la Ley 30 de 1992, por la cual se organizó el servicio público de la educación superior.

—Desde ese momento la Universidad pasó a ser atractiva para los políticos. De ahí vienen los primeros conflictos.

Juan Manuel López Cabrales hace parte de una familia originaria de la sabana que, según la investigadora Gloria Isabel Ocampo, construyó “un poder político basado en una tradición ideológica y de militancia liberal y, sobre todo, en relaciones clientelares articuladas alrededor del sistema electoral” 5.

López Cabrales heredó el capital y el movimiento político Mayorías Liberales que fundaron su padre Libardo López —quien fue concejal, diputado, gobernador de Córdoba, representante a la Cámara, senador y embajador— y su tío Edmundo López, exministro y exembajador. Este grupo político clientelar y familiar lo acaban de conformar Jesús María López Gómez, tío de Juan Manuel, quien en 1988 fue el primer alcalde popular de Montería, capital del departamento de Córdoba, y Libardo López Cabrales, hermano del exsenador, quien fue gobernador de Córdoba entre 2004 y 2007.

Juan Manuel López Cabrales, explica Serafín, hizo de Mayorías Liberales un movimiento político fuerte que ostentó su poder en la Gobernación y en la Universidad de Córdoba, en esta última poniendo a varios rectores como Ángel Villadiego Hernández y Eduardo González Rada.

El guardián de la memoria, el profesor Serafín, conoce bien las etapas de la vida universitaria en las que están insertos los desplazamientos de profesores y estudiantes que se comenzaron a dar desde la década del noventa. En esos tiempos dictaba clases en la Facultad de Ciencias Agronómicas y participaba de los trabajos de campo en el Bajo Sinú, región habitada por los indígenas zenú. Las prácticas en una universidad como la de Córdoba se hacían en la zona rural. Fue allí cuando compartió varios viajes con el también profesor Gustavo Ballesteros, quien con recursos internacionales creó una fundación para investigar cómo mejorar la alimentación de las comunidades indígenas de San Andrés de Sotavento y Tierralta.

—Gustavo Ballesteros siempre fue un líder innato. Luchaba por mejorar las condiciones de las comunidades campesinas. Creía en la lucha por la tierra. El proyecto que impulsó lo apoyamos todos porque era una forma de desarrollar la extensión agrícola, uno de los pilares de la docencia universitaria.

—¿Y el proyecto continuó, profesor Serafín?

—En el territorio había elenos [guerrilleros del ELN] y a medida que íbamos a los sitios a desarrollar actividades de campo, veíamos la presencia de ellos que de alguna manera intimidaba. Alguien le contó esto a la gente de la Brigada [Ejército de Colombia] y de la noche a la mañana declararon al profesor Ballesteros objetivo militar.

A Serafín Velásquez y a otros dos colegas docentes, los guerrilleros del ELN los acusaron de ser los informantes ante la Brigada. El profesor Gustavo Ballesteros se exilió en México y Serafín Velásquez y los otros compañeros tuvieron que tomar las precauciones del caso. El profesor Serafín se fue a Cartagena por un tiempo y a su regreso se dedicó a la cátedra y a la investigación, con un perfil bajo.

Era el pan de cada día en la región. Quienes hacían trabajo comunitario en terreno eran señalados, estigmatizados. Entonces los caminos se dibujaban con claridad para los intelectuales: o insistían en el trabajo de campo intentando dejar capacidades instaladas en las comunidades vulnerables de la región, viviendo en medio de la amenaza permanente hasta el exilio o la muerte, o dejaban de lado esos deseos y sobrevivían en la región muchas veces arropados en el silencio. Lo primero fue lo que les sucedió a los profesores mencionados en La lista, el relato de Serafín.

En abril del segundo año de la pandemia, 2021, murió el profesor Ballesteros y Serafín Velásquez escribió en su Facebook:

PARADOJAS DE UN EXILIADO

En memoria de Gustavo Ballesteros Patrón.

De manera inesperada, el 16 de marzo de 2021 se nos fue a la eternidad el investigador y maestro Gustavo Ballesteros Patrón, ilustre hijo del municipio de Valencia e insigne docente pensionado de la Universidad de Córdoba, quien, por azares del destino, tuvo que vivir asilado durante sus últimos 30 años en el país de los aztecas.

Gustavo Ballesteros Patrón, ingeniero agrónomo egresado de la Facultad de Ingeniería Agronómica de la Universidad de Córdoba en 1975, por sus condiciones de líder natural en la lucha por la defensa de los desprotegidos, los derechos humanos y del medio ambiente y por sus capacidades investigativas y organizativas demostradas durante sus estudios, fue vinculado en 1976 como docente auxiliar en formación de la asignatura Fisiología Vegetal de esta fa- cultad. Quienes hicimos parte de ese cuerpo docente, que para esa fecha asumió el reto de consolidar y modernizar sus actividades académicas, investigativas y de extensión, podemos asegurar que su labor la realizó con vocación y sentido de pertenencia. Fue un convencido de que la educación, la ciencia y la tecnología eran los ejes fundamentales para construir una sociedad más democrática, creativa y tolerante.

Intelectual, humanista y acucioso investigador de la flora colombiana. Coleccionista de semillas de las especies y variedades nativas. Entre los años 1983 y 1985 realizó sus estudios de maestría en Ciencias Agrícolas en la Escuela de Posgrado de Chapingo (México). Durante el periodo 1988-1991 fue elegido decano de la facultad mediante consulta popular, cargo que asumió con entusiasmo y en el que se pudo apreciar su liderazgo y temple para dirigir a nuestra facultad, a la que dedicaba más tiempo laboral de lo indicado, trabajando sobre la base de la igualdad y la solidaridad. Fue impulsor de la asignatura de Biotecnología y gestor de la construcción del laboratorio y umbráculo para investigar en cultivos de tejidos de plátano y ñame. Desafortunadamente no pudo culminar su periodo debido a que fue considerado objetivo militar, supuestamente por estar sonsacando a los indígenas de los resguardos del departamento de Córdoba, lo cual lo obligó a vivir durante un tiempo en la clandestinidad.

Ante los momentos críticos que le tocó afrontar, Gustavo demostró ser un hombre vertical en el buen sentido de la palabra y coherente con sus ideas y principios, jamás se doblegó a los intereses de políticos de la época.

Después de un regreso fugaz y ante las persistencias de las amenazas, se asiló en México. Allí, en ese país, culminó un doctorado en Ciencias Agrícolas y dirigió importantes proyectos relacionados con la etnobotánica y la fitogeografía. En una de sus correrías que realizó por la Amazonía colombiana, peruana y boliviana en 1997, coleccionó una canti- dad de semillas de especies medicinales y frutales promisorias que entregó para su propagación en el vivero de la Universidad de Córdoba, material que quedó inventariado para que se sembraran en el proyecto de Jardín Botánico de la Universidad de Córdoba que ya se estaba gestionando con financiación del Banco Mundial y que desafortunada- mente fracasó cuando la universidad fue tomada por las AUC [paramilitares]. Igual suerte ocurrió con el material inventariado en el vivero. Por fortuna, en un pedazo de tierra en San Carlos, donde esperaba pasar sus últimos años, fue construyendo su propio jardín botánico en el cual sembró, para su conservación, una cantidad apreciable de especies vegetales nativas de árboles y plantas promisorias medicinales y frutales de los bosques tropicales.

Por su denodada labor altruista en procurar condiciones de vida más dignas para los indígenas de los resguardos asentados en el departamento de Córdoba, Gustavo Ballesteros Patrón tuvo que tomar distancia y alejarse de los suyos. Años después en el exilio, en 2018, incorporado a la sociedad que lo acogió, los descendientes de los toltecas, fue condecorado con la medalla al mérito al mejor extranjero por sus contribuciones científicas que garantizaban soluciones alimentarias en áreas marginales ocupadas por comunidades indígenas del país de asilo.

Lo paradójico es que en los archivos de los organismos de seguridad de la región, donde su familia guardaba la esperanza de verlo meciéndose en una hamaca, rodeado de sus nietos, sigue escrito el siguiente epitafio: “Objetivo militar por sublevar a los indígenas”; dato que él mismo nos contó cuando en una de sus venidas al país leyera tal observación en un libro donde se registraba su entrada en la embajada colombiana.

Considero pertinente que nuestras generaciones del departamento de Córdoba conozcan la vida y obra de este extraordinario personaje, que en su ejercicio profesional se sumergió en las aguas de la ciencia para hurgar en la naturaleza la sabiduría que nuestros ancestros utilizaban para vivir en armonía con la Madre Tierra.

El exilio del pensamiento crítico es el equivalente a la muerte de las ideas en mi departamento, Córdoba. De eso quise hablar con el profesor Ballesteros cuando lo contacté en octubre de 2020, pero su asistente me dijo que no se sentía muy bien para atender llamadas largas. La pandemia no me permitió volar a México para conocerlo.

Córdoba perdió a sus intelectuales tempranamente como consecuencia de una guerra que no todos entendimos ni entendemos todavía. Las preguntas sin respuestas, y los diálogos mudos se instalaron en la región y fueron profundizando las heridas. Dejamos de ver a profesores y simplemente escuchábamos la sentencia generalizada: “Se tuvo que ir, sino lo matan”.

Serafín sostiene el libro anillado Hurgando en mi memoria con sus manos temblorosas. Tiene 75 años y sus recuerdos son ordenados en fechas, lugares y personas. Ha enhebrado cada nombre de los testigos con los que debemos reconstruir lo ocurrido en la toma paramilitar de la Universidad: los familiares de las víctimas, los sobrevivientes, los testigos, los profesores, los estudiantes exiliados y las viudas.

—Pero llegar a ellos va a tomar tiempo y paciencia, Ginna. ¿Recuerdas que lo hablamos desde que te planteaste este objetivo hace unos años?

—El tiempo, profesor Serafín, no nos pertenece.

Serafín me interpela sobre el tiempo y pienso en sus efectos tras los hechos violentos ocurridos desde finales de la década del noventa y la primera de 2000 en el departamento. La guerra nos marcó, también nos definió. Somos tiempo, uno que reposa sus huellas tras cada paso. El tiempo doloroso tatuado en cada línea de la piel. El tiempo en los cuerpos estirados que fueron algún día jóvenes y sobrevivieron. El tiempo de los que ya no están y que se hizo cenizas.

En veinte años Serafín y los sobrevivientes de la persecución a los intelectuales en Córdoba mudaron la piel, procesaron los traumas resguardando sus memorias subterráneas. Cuando hablan de lo que pasó y de lo que nos pasó, veo sus costuras, sus lágrimas, y también oigo sus sonrisas de cuando en vez.

Ha sido tanta la violencia, que esa realidad nos sobrepasó. Levanto la mirada para seguir los destellos del tiempo en el ros- tro de Serafín y mantengo la visual para quedarme con más que ¿ráfagas efímeras. Es la vida misma hecha tiempo que se moldea ante los dos y nos susurra al oído la necesidad de recordar, de hacer memoria. Escribo sobre un pasado reciente que dejó ver en su agitación el oleaje por venir, las lágrimas que habrían de acompañarnos en noches solitarias.

El profesor me rescata de mis pensamientos.

—Pero la historia que vamos a contar, Ginna, no comienza en la Universidad de Córdoba. Hay que irse río arriba, donde están los embera. Y ese, el de ellos, es otro tiempo que deberás comprender y asumir —me explica.

En el pasado visité el territorio embera con ojos de asombro y de incomprensión. En un santiamén me moví por espacios sagrados desconociendo sus significados. Ahora debía volver para ver el paso del tiempo sin atiborrar de preguntas a la comunidad. Ir y estar, no pasar.

Desde enero de 2016 converso sostenidamente con el profesor Serafín. Nuestros encuentros iniciaron tres años después de haberme mudado a Bogotá con la sensación de estar escapando. Para ese entonces una camioneta blanca me seguía y la frase “para qué te metiste con ese tema” se instaló en las tertulias con mis compañeros periodistas. Ahora escapo de mi silencio que era ruido.

En la casa de Serafín se respira un aire dulzón y nostálgico. Las fotografías de sus hijos y nietos se despliegan en las paredes de su estudio sin puertas ni ventanas. Veo pasar a su esposa ágilmente en dirección a la cocina. Es mayo de 2021.

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  1. José Manuel Vergara, Historia de la Universidad de Córdoba, Montería: Fondo Editorial de la Universidad de Córdoba, 1999. 

  2. Gloria Isabel Ocampo, Poderes regionales, clientelismo y Estado. Etnografías del poder y la política en Córdoba, Colombia. Bogotá: Odecofi - Cinep - Ediciones Antropos, 1999. 

Capítulo 2: Desandar el nudo

El cardumen de peces surca el río Sinú cuesta arriba, hacia un lugar que hasta ese día apenas conocía en libros, el nudo de Paramillo.

Los veo zigzaguear entre las aguas verdosas del río que me enseñó a amar mi abuelo, el liberal. A veces se separan, pero vuelven a juntarse. Desde la lancha en la que voy levanto la cabeza y clavo la mirada en la pared de cemento que corta el paso.

—De ahí no pasan los bocachicos —me dice el biólogo al que acompaño en el recorrido que hicimos en 2008 por el Alto Sinú.

Un recuerdo viene a mi mente. Estoy en la sala de redacción del periódico oyendo al colega Ramiro Guzmán.

—El bocachico se acabó desde que construyeron Urrá. Y las consecuencias las pagaron los indígenas, pescadores y campesinos. Nosotros, aquí, sabrosos sin hacer ná.

Es cierto, no hicimos nada.

Mucho tiempo después, en octubre de 2020, Martha Domicó va sentada a mi lado en el Jhonson que nos transporta por el Sinú desde Puerto Frasquillo, en Tierralta, hasta Beguidó, el resguardo embera katío anclado en el lugar donde confluyen los ríos Verde, Esmeralda y Sinú. Una tierra hermosa e históricamente en disputa.

Va callada, estrechando los ojos contra el viento que nos golpea las caras. Se protege la cabeza con un poncho que se volvió indumentaria cordobesa desde que los paisas colonizaron el departamento.

—Martha, ¿qué hablabas con tu padre cuando navegaban por el río?

—Kimy sabía mucho. Siempre que abría la boca era para decir algo que uno ni siquiera se imaginaba —su tono es de sentencia.

La miro con un sentimiento de pena que no he podido procesar.

Kimy Pernía fue el líder embera más conocido de su comunidad. En 2004, en uno de mis viajes a Tierralta, dos de los mayores del resguardo embera me contaron que Kimy buscó ayuda para dar a conocer los problemas de su etnia. Se conoció con varios investigadores de la Universidad de Córdoba, Luis Carlos Raciny, Alberto Alzate, Misael Díaz Urzola y Francisco Aguilar, y les contó que su pueblo se iba a arruinar si le cambiaban el curso al río, si los desplazaban de su tierra. A finales de los ochenta y en la década de los noventa, las prácticas de campo más intensas que hacían los docentes de la creciente universidad pública del departamento se concentraban en las zonas habitadas por los embera katíos, en el Alto Sinú, y los zenú, en el Sinú Medio.

Tanto tocar puertas acercó a Kimy a distintas organizaciones internacionales. Fue entonces cuando el gobierno canadiense lo llevó a su país para que les contara a los políticos y a las organizaciones no gubernamentales de derechos humanos en qué consistía la lucha del pueblo embera. Los países del primer mundo escuchan..., pero también cobijan a las enormes compañías mineras que saquean otros territorios extrayendo sus riquezas.

La corriente color café con leche golpea la lancha. Las gotas de agua nos salpican la ropa. Martha protege su maletín, allí lleva su falda, una blusa de colores y los collares de chaquiras que no quiso ponerse cuando salimos de su casa en Tierralta. No quería arruinar su indumentaria autóctona en el camino. Levanta su mano derecha y señala el horizonte.

–Allá está Beguidó —le dice al conductor de la lancha.

No sonríe. Le ordena a Lorenzo que aleje el Jhonson de la orilla izquierda porque hay rápidos y que se vaya acercando con cuidado hasta al puerto. Cuando atravesamos el remolino y la lancha se estabiliza, el pequeño cuerpo de Martha se pone en pie, se recoge el pelo largo, negro y lacio. Salta a tierra firme para darnos la bienvenida a su casa.

Diego, realizador audiovisual; Constanza, investigadora social; Lorenzo y yo la seguimos en silencio por un camino de barro entre casas de patas largas con hamacas colgadas. Caminamos ágilmente entre la tierra mojada tropezando hojas y ramas, rompiendo el ambiente dulzón de los emberas que a esa hora de la mañana se asoman a los balcones de sus viviendas tras una noche de fiesta colectiva.

Reconozco la cara de la gobernadora indígena. Me sonríe y me saluda en su lengua.

—Dice que está contenta de que hayamos venido a su pueblo —nos traduce Martha.

Las dos mujeres hablan separadas por tres metros de altura. Martha nos hace seña para que sigamos caminando y vayamos a la casa de sus familiares.

En la casa de horcones y tablas ennegrecidas por el humo nos esperan Lucianita y Jacinto Domicó, dos ancianos mustios sentados alrededor de un fogón de leña ya frío que está en la parte alta de la casa. Los surcos en la piel de Lucianita son curvilíneos, como los que dejan los humedales al secarse la tierra en verano. Es una mujer chiquitita y callada, y con Jacinto sonríen agradecidos de la visita y apenados de no tener nada que ofrecernos. Se alegran, eso sí, de ver a Martha, la toman de la mano y se la llevan a un rincón, supongo que a preguntarle cosas. Hablan bajito, sin abrir mucho los labios. Si lo hicieran en tono alto tampoco entenderíamos.

Martha se esconde detrás de una cortina, se cambia de ropa y cuando está igualita a su tía, convida a los ancianos a acomodarse en las sillas de plástico en frente de nosotros. Comienzan a relatar el mundo embera. Al fondo, el sonido de un río galopante golpea la orilla.

Cuando fui con el biólogo a recorrer el Parque Natural Paramillo en 2008, para hacer un reportaje sobre la tala indiscriminada de madera y los laboratorios de procesamiento de coca instalados en el territorio habitado por los indígenas, escuché el mito sobre el mundo de los embera katíos: para protegerlos de los peligros, las águilas coronadas o harpías pusieron a los embera katíos en aquel territorio, una estancia fría, en donde el dios Sol es opacado por las nubes y nace el agua por la que se mueven los bocachicos6.

Una antropóloga del centro del país que se quedó a vivir en Córdoba me explicó que el mito es el resultado de la movilidad de los indígenas por un territorio amplio, extendido entre los departamentos de Risaralda, Chocó, Antioquia y Córdoba.

Viven en distintos pisos térmicos: selvas, bosques montañosos y páramo andino. Son migrantes ahogados por el temor a ser desplazados de la tierra que siempre los ha visto reproducirse.

A eso le tenía miedo Kimy, al desplazamiento, y contra eso luchó. A todo el que pudo le contó su historia, la de su pueblo. En Córdoba muy contadas personas lo escucharon. Uno de ellos fue el periodista Ramiro Guzmán, mi compañero de redacción, quien escribió para diarios nacionales la encrucijada en la que se encontraban las comunidades indígenas, agobiadas por la realidad de un desplazamiento que el líder indígena no entendía ni aceptaba, y cuyo único fin era construir la represa Urrá.


El río Manso, en Paramillo, es un paisaje triste. En 2008 navegamos sobre sus aguas cansadas, manchadas por los químicos que usan los cocaleros de la zona. Mi amigo el biólogo me contó lo que la gente de Parques Naturales refirió en voz baja y cautelosamente, que el territorio por el que íbamos a movernos vivía en una permanente e histórica tensa calma.

Ese ambiente de temor se instaló en la región cuando las FARC y los paramilitares comenzaron a disputarse la zona en los primeros años de la década del noventa. La guerra entonces era por el control del nudo de Paramillo y en él, por los cultivos de coca. En mayo de 2001, 33 personas, entre campesinos y colonos, fueron masacradas por las FARC con machetes y fusiles. Ramiro Guzmán, que trabajaba para el periódico El Tiempo, cubrió la tragedia.

—El dolor que sentí al escuchar la historia no puedo describírtelo. Ese día confirmé lo solos que estábamos en Córdoba.

Pienso en eso que me dijo Ramiro cuando trabajábamos juntos. Estábamos solos. En silencio. Silenciados.

En toda la literatura sobre el silencio que he consultado como una imposición para entender el silencio configurado en Córdoba, para entenderme, me encontré con una frase que podría explicar el sentimiento de Ramiro, de su mirada huérfana mientras hacíamos guardia en el diario: “El silencio puede ser algo que se ubica por fuera de la lengua o un lugar dentro de la lengua misma”7.

En el Paramillo que anduve en 2008 se incubaban los relatos a partir de los quiebres y las rupturas que se anidaban en el silencio. Es territorio en conflicto y sus resistentes han acudido al silencio como una estrategia de supervivencia, al mismo tiempo esa es su manera de contar. Guardaron las palabras e instalaron el silencio en lo cotidiano hasta convertirlo en una forma de socialización aprendida.

Quizá por ello, cuando vuelvo con la hija de Kimy por los caminos entre ríos, la veo sumergirse callada y alejada en sus pensamientos mientras contempla la puesta de sol. Un viaje al silencio para relatar lo que jamás fue borrado puede dejar expuestas las costuras de las memorias subterráneas de un conflicto vivo.

El tío de Martha, Jacinto, camina como contando cada paso. Sus ojos chiquiticos me invitan a que me acerque a la mesa sobre la que dispone un cuaderno anillado de ochenta hojas, rayado. La foto de portada tiene la cara de una rubia que lleva un casco de motocicleta. El borde es un degradé verde y amarillo sobre el que está escrita la frase “Cuaderno Punk”.

En una caligrafía clara en tinta azul está levantado el relato de los hechos ocurridos a los embera katíos desde marzo de 1986 hasta abril de 1990: “Compañero indígenas Nose teme porque bas perder las tierras. Alcontrario donde vive es de usted Nadies puede quitar las tierras ni acendado [sic]”8.

El cuaderno es la memoria de la organización y lo llevaba Kimy. Martha se sorprende. Abre sus ojos, frota sus manos. No sabía de su existencia. Su respiración es agitada y honda cuando pasa las hojas y ve a un Kimy joven; en otra página, a uno sonriendo; en otra a su padre con las comitivas extranjeras en tierras que ella no conoce. Aparece con indígenas nasa. Aparece en salones de la Universidad Nacional. Kimy caminando por las calles de Bogotá. Kimy con su sonrisa congelada, con sus collares. El líder que no miramos en Córdoba era observado por otros en el mundo. Los cordobeses, durante mucho tiempo, le dimos la espalda al río Sinú y con ello a los dueños de su legado, a los embera katíos.

—Yo quería ser como papá —rompe el silencio Martha—. Un hombre valiente. Su valentía comenzó cuando se cambió el nombre. Porque a él lo registraron como Juan Domicó, pero cuando se hizo grande se hizo llamar Kimy. El abuelo de él le puso ese nombre que es “punta de lanza” en nuestra lengua, y mi papá se puso como primer apellido el de su mamá. Él siempre decía que la mujer era lo más importante en toda la comunidad. Él quería que estudiara, que le siguiera los pasos.

Martha está sentada de espaldas al río, hablándonos. Se ubicó así para que mientras Diego la grabe y yo la escuche, nos veamos obligados a mirar todo el tiempo ese territorio inabarcable, pero aun así alterado. Quiere que me grabe en la mente el viaje del agua que baja del nudo de Paramillo e intente comprender que la memoria del legendario Kimy Pernía es una corriente que baja y se golpea contra un muro de concreto, la represa Urrá.

Jacinto vuelve al cuaderno y me dice que Kimy se sentaba en la choza a escribir en silencio.

—Lo hacía todos los días. A mí me gustaba acercarme a verlo porque la letra era muy bonita —dice un hombre que tiene tantos años como sabiduría en el cuerpo. En el cuaderno hay fotos de los embera con varios investigadores que estuvieron en la zona, en trabajo de campo. La organización del pueblo era el objetivo de ese momento, uno que le hacía mucho ruido al desarrollo que se configuraba en forma de megaproyecto hidroeléctrico en las oficinas públicas en Bogotá.


En la foto noto la sonrisa amplia de un hombre robusto de cabello ensortijado con una cámara que cuelga de un cordón sobre su pecho. Lleva una camisa a cuadros y un pantalón caqui remangado en la bota. A su lado están tres personas, entre ellas un indígena embera que luce líneas hechas con jagua en sus brazos.

La jagua o genipa es una planta usada por algunos pueblos nativos para producir un líquido que al oxidarse sirve para teñir de negro la piel. El encuadre lo completan el río Sinú y una selva tupida de fondo que es atravesada amorosamente por los rayos de luz.

Mientras paso las páginas del viejo álbum escucho la historia sobre el profesor de la Universidad de Córdoba Luis Carlos Raciny de la voz de su esposa, Odilia Alemán. Es una mujer grande de voz fuerte, manos delgadas y dedos largos que se mueven con elegancia. Me recuerda a su sobrina Tania, mi compañera de bachillerato de la que me despedí para siempre cuando éramos adolescentes y apenas comenzábamos a entender lo que era el cáncer.

En undécimo grado Tania me habló de un familiar que viajaba por la selva de Córdoba y que cuando se reunían en almuerzos familiares hablaba sobre la belleza y la desigualdad de un territorio hasta entonces inexplorado por nosotras. Yo tendría la fortuna de conocer esa tierra mucho tiempo después.

—Luis Carlos era un intelectual enamorado de la naturaleza. Siempre con su cámara tomándole fotos a todo. Se enamoró del Paramillo desde la primera vez que fue. Desde ese momento sus expediciones no se detuvieron. Lo contemplaba todo y cuando regresaba a casa corría a revelar las fotos y a escribir —relata la voz firme y a la vez tierna de la mujer que le dio todo su amor.

Odilia me pasa el libro Estudio expedicionario de reconocimiento por el río Sinú o redescubriendo el Sinú, que su esposo escribió con tres investigadores más. Al leerlo me encuentro un párrafo que demostraba esa preocupación constante por la biodiversidad, el ambiente y las etnias:

En la margen izquierda del río sobre una terraza media se levantan los tambos de la comunidad de El Socorro, núcleo poblacional de aproximadamente unas 10-12 familias embera; en esta comunidad fue posible hablar con el profesor y con algunos miembros de ella. Es el núcleo poblacional indígena más grande que sobre las riberas del río Sinú se encuentra; es notorio entre los miembros de la comunidad el proceso de transculturación acelerada que están sufriendo estos indígenas, la apropiación de patrones culturales occidentales, ropa, artefactos, etc., es evidente9.

La caja de la que Odilia sacó el libro y el álbum de fotografías es una de tantas. Esta contiene fotografías, en las otras hay cuadernos con sus escritos y en otras, casetes de VHS titulados con los nombres de los viajes que hizo al Paramillo.

Sus investigaciones derivaron en libros cuyos relatos dejan ver el vasto conocimiento que tenía sobre la región. Dos de sus exalumnos me lo describieron como un “profesor inspirador”.

—Sus clases eran las más entretenidas que teníamos porque el profesor no solo contaba la teoría, nos mostraba los resultados de sus hallazgos a partir de etnografías profundas sobre un territorio rico y desconocido para la mayoría de los cordobeses. Y lo hacía con sus fotografías.

Su exalumno, quien me pide que no mencione su nombre, se refiere al sitio donde nacen varios ríos. El San Jorge y el Sinú, teñidos de sangre por las guerrillas, los militares, las autodefensas y los narcotraficantes. El Sinú atraviesa de sur a norte toda Córdoba y divide al departamento en dos márgenes, en dos historias, en múltiples violencias. Esas violencias virulentas, movidas por razones diversas que encajan en un motivo único, la lucha por la tierra, alcanzaron a todo aquel que se atrevió a llamar las cosas por su nombre.

Al profesor Raciny lo amenazaron. Le pedí a su esposa que me contara esa historia y me dijo que prefería no recordar esos momentos. Guardar silencio significa retirarse. Respeto ese retiro en el que hablar de su esposo seguro también la llevaría a contar que era un gran bailarín risueño, un adulto en cuerpo de niño rebosante de asombro.

Sin embargo no puedo evitar que su silencio me conduzca a la reflexión de que en Córdoba hay que tener excesivo cuidado. Es mejor no contar, no hablar. Cuando alguien te dice eso, simplemente lo respetas.

Las advertencias de no meternos en “camisa de once varas”, como dicen los mayores, las normalizamos porque asumimos que lo decían para protegernos y no por lo que realmente significaban: intimidaciones.

El sello de la violencia en ese tiempo eran las historias de los Mochacabezas, una práctica instalada desde la década de los ochenta por los antecesores del paramilitarismo, guardias privados pagados por los dueños de grandes extensiones de tierra, algunos de ellos relacionados con los narcotraficantes que se asentaron en la región del San Jorge y en los municipios costaneros de Córdoba. Ese era el relato en voz baja que circulaba entre algunos finqueros y comerciantes de la región.

Montería, en los noventa, era un pueblo chico donde todos se conocían, pero era también un territorio en el que desde los años setenta había quedado instalado el miedo tras el aniquilamiento del movimiento campesino que se atrevió a desafiar a los hacendados y a reclamar una verdadera reforma agraria. Grandes extensiones de humedales fueron desecadas, finqueros corrieron las cercas y englobaron territorios gracias a las maniobras del Instituto Nacional Colombiano de Reforma Agraria (Incora), como lo ha documentado el equipo de investigaciones del medio digital Verdad Abierta.

Un pensionado del Incora me contó cómo se hacían esas operaciones en el instituto para despojar a algunos campesinos de las tierras. Fue una fuente en el reportaje “La ruta del despojo” que publiqué el 22 de abril del 201210. “Esas historias pasaron, pero de eso no se habla porque te puede costar la vida. Hazme caso”, me sentenció el pensionado hace nueve años.

En noviembre de 2013 asesinaron a Gildardo Padilla, recla- mante de tierras en Valencia, también una fuente de la investiga- ción periodística. Fue el recogedor y enterrador en un mausoleo del cementerio de Valencia, Alto Sinú, de sus doce familiares asesinados. Mi amigo, el hombre que aprendió a callar, pero no a perdonar, esperó con paciencia el arribo de la justicia y le llegaron las balas. Me mudé a Bogotá en septiembre de 2013 asumiendo la advertencia de su muerte, viviendo en el miedo sin atreverme a procesarlo con nadie.

Ese silencio para intentar respirar y avanzar es quizá el que hace que nadie me hable de si el profesor Raciny tuvo miedo. Ni siquiera su esposa.

Exalumnos y profesores de Raciny me lo dibujan como un hombre brillante y esforzado: un investigador que quiso desandar lo que había río arriba, en el nudo del Paramillo, donde viven los emberas, y que conoció de primera mano una riqueza mucho más grande: un lugar en el que la confluencia de las aguas era propicia para el montaje de un gran proyecto hidroeléctrico que sacaría a los cordobeses del subdesarrollo. Así nos vendieron la represa de Urrá y así la compramos muchos cuando vimos llegar a los visitantes rubios hablando español para algunas cosas y una lengua inentendible para otras.

Una sonrisa calma reina en la sala de la casa de la señora Odilia. Es el docente de Agronomía de la Universidad de Córdoba, Serafín Velásquez, quien acaba de encontrar una fotografía en la que aparecen él y Raciny.

—Ha pasado tanto tiempo de esto —dice.

Los veinte años que Serafín trabajó como profesor de la Universidad, de 1973 a 1993, y los que acumuló antes cuando era estudiante de Agronomía, lo llevaron a conocer uno a uno a los docentes más destacados y comprometidos con la región. Serafín tiene claro el hilo de sangre que junta las violencias contra los pueblos embera katío y zenú y contra los profesores de la Universidad de Córdoba. Me confirma que tanto unos como otros cuidaban el territorio y la biodiversidad que allí existía y existe.

—Es clara la preocupación de Kimy Pernía, la de Raciny y la de Alberto Alzate por defender la ética del ambiente y de las costumbres —nos dice a Odilia y a mí—. Pero la defensa de la tierra no era bien vista en Córdoba. Una tierra dominada por pocos. Y por eso quedaron en la mira de quienes dijeron que había que “limpiar el territorio”.

Vuelve el guardián de la memoria a referirse a uno de los capítulos más sangrientos del conflicto en la región. Esa historia lo inspiró a escribir relatos, poemas y cuentos una vez sus amigos, compañeros y colegas se exiliaron, o los mataron.

—A Raciny, quien tuvo la fortuna de morir de una enfermedad, le escribí esto:

ESTADO DE VIGILIA*

Jamás tu vida fue ajena
a las desgracias de tu pueblo.
Aquí y en muchas partes
de la tierra que tú amaste
descubriste el asombro,
los dolores del agua,
del suelo, de las aves,
del campesino descalzo
y del pobre diablo
que se atrevía a luchar
por un pedazo de tierra.
El silencio fue tu cómplice.
Lo que tenías que decir
lo atrapabas con tu cámara,
pero el destino quiso
que recogieras el inventario de tus huellas y descansaras de ese estado de vigilia
de tenerle miedo al miedo.
Ahora, por fin, ya eres libre.

El verso hiere. La vida del profesor Raciny se esfumó a temprana edad, y con ella todo un trabajo que hoy en día sigue archivado con delicadeza y amor en las cajas que resguarda Odilia como un tesoro. Pienso en lo que me dijo el profesor Serafín:

—Si todos los archivos de los investigadores muertos o asesinados por la guerra en Córdoba estuvieran sistematizados, se completaría la historia de la región que ha sido contada a retazos y cuando se ha podido.

La frase “cuando se ha podido” me perturba. No pudieron. No alcanzaron. No los dejaron. Alberto Alzate, otro profesor universitario, no pudo.


—¿Quién era Alzate, profesor Serafín?

—Un científico social. Un hombre que comprendió la lucha de los embera katíos y los apoyó en la despedida al río Sinú.

La crónica periodística más completa de ese viaje la escribió el maestro José Navia para el diario El Tiempo y salió publicada el 13 de noviembre de 199411. Un total de 664 emberas bajaron desde el resguardo Caragavi hasta el municipio de Lorica, en el Bajo Sinú, recorrieron 360 kilómetros para decirle “Do wabura, dai bia ozhirada”, que significa: “Adiós río, el que nos hacía todos los bienes”.

Kimy y líderes de la comunidad organizaron todo el recorrido y prepararon otras actividades, como la toma de las oficinas del Ministerio de Ambiente en Bogotá. Los videos y notas de prensa dan cuenta de familias emberas transportándose por el río Sinú en sus balsas cargadas de plátano. Una ceremonia silenciosa que muchos cordobeses que lo vivieron ni siquiera recuerdan.

La despedida del río Sinú fue apoyada de diferentes formas por los intelectuales de Córdoba, entre esos los profesores Luis Carlos Raciny, Alberto Alzate y Misael Díaz.

—Ellos eran los auxiliadores del movimiento nómada que dejaba huella. Se encargaban de la logística en las estaciones donde les proveían comida a los emberas, porque el recorrido fue largo —cuenta el profesor Serafín.

Los intelectuales de Córdoba, los poetas y profesores de la Universidad que se juntaban en los contados clubes de lectura de la ciudad para tertuliar sobre la región y sus problemas, y que so- brevivían al estigma de tener ideas de izquierda, comprendieron ese momento y lo escribieron con códigos cifrados. Relataron las verdades entre cuentos y novelas. Una poetisa cordobesa me dijo en octubre de 2020 que había en Córdoba un pensamiento crítico muy fuerte y bien argumentado contra la desigualdad.

—Por eso varios de nosotros apoyamos a los emberas y nos dolió la causa indígena. Eso ha sido un destierro inacabado. Recuerdo que por el río bajaban los resistentes, los líderes de la comunidad y los que se oponían a que se cambiara el curso del río, a que se inundara el territorio para hacer una represa. Esos hombres y mujeres llevaban grabado en sus rostros el rictus de la entrega y eso no se puede borrar de la memoria.

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  1. El mito sobre las águilas coronadas y los embera salió publicado en el reportaje “Paramillo, amenazado e incomprendido”, publicado el 27 de abril de 2008 en Día 7 de El Meridiano de Córdoba

  2. Shoshana Felman, “El silencio de Benjamín”, en Camila de Gamboa Tapias y María Victoria Uribe Alarcón (eds.), Los silencios de la guerra, Bogotá: Editorial Universidad del Rosario, 2017.  

  3. El diario inédito de Kimy permanece en manos de su familia que vive en Beguidó, Alto Sinú cordobés, y se compone de una serie de cuadernos escritos por el líder embera katío  

  4. Luis Carlos Raciny, Benjamín Patrouilleau, Alonso Segura y Enadis Vargas, Estudio expedicionario de reconocimiento por el río Sinú o redescubriendo el Sinú, Montería: Fondo Editorial Universidad de Córdoba, 1998. 

  5. “La ruta del despojo”, El Meridiano de Córdoba, 2012.  

  6. José Navia, “El viaje por el río Sinú”, El Tiempo, 13 de noviembre de 1994. Recuperado de: https://www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-249084

Capítulo 3: Matar el pensamiento crítico

—¿Quién me puede hablar de Alberto Alzate Patiño, profesor Serafín?

—Pregúntale a su esposa, Bertha Brunal, aunque ella se ha mantenido al margen de todo después de lo que pasó...

Lo que pasó. Lo que queda del horror. Lo que permanece inaudible y está vivo en el silencio.

Bertha no quiso hablar.

—Si mi hija quiere, que ella te cuente —fue lo único que me escribió y me dio el número celular de Ana Carolina Alzate.

Brunal es coautora, con su esposo Alzate, de la investigación Tenencia y concentración de la tierra en Córdoba, publicada en 1982 por la Fundación del Caribe. Otro trabajo que no cayó bien porque en él se menciona a los terratenientes de Córdoba, inmigrantes sirios señalados de estar en conflicto permanente con los campesinos por el acaparamiento de tierras. Apartes de esa investigación están recogidos en la Historia doble de la costa del sociólogo Orlando Fals Borda.

Del texto original de Tenencia y concentración de la tierra en Córdoba no existe un ejemplar ni en la biblioteca de la Universidad de Córdoba ni en la biblioteca departamental David Martínez. Con Alex Galván, el investigador que me apoyó documentando muchos de los hechos que aquí narro, buscamos por todos lados el libro y no lo hallamos.

—¿Pero por qué quieres específicamente ese libro? —me dijo un académico cordobés con tono inquietante.

Ese ocultamiento de lo que podría ser la información primaria del acaparamiento de la tierra en Córdoba me lleva a considerar que el texto es uno prohibido, borrado para la historia.

Pienso en Bertha Brunal, a quien parece que, como el texto, tampoco veré. ¿Cómo será Bertha? ¿Cómo se escuchará su voz? ¿Cómo conviven en ella hechos y silencio? ¿De qué forma íntima habrá exhumado la memoria? Memoria como exhumación de un pasado oculto, silenciado.

—¿Quién era Alzate? —le pregunto vía Zoom a Ana Caro- lina, su hija.

—Un hombre comprometido. Un tipo muy parco, muy de poco mostrar emociones. Muy reservado, a tal punto que yo me daba cuenta que era un tipo que de entrada no caía bien porque era silencioso, no sonreía mucho.

Ana Carolina veía entrar y salir del estudio de su casa a un papá barbado y callado. Cuando ella cumplió trece años la invitó a sentarse a su lado para que le ayudara a revisar que no se repitieran frases en sus textos.

—El día que entré a su biblioteca, a su espacio sagrado, a sus libros, comencé a entender su ser de maestro y de investigador.

Le propuse a Ana Carolina que nos encontráramos personalmente, pero me pidió que hablara antes con todos aquellos que conocieron a su papá o trabajaron con él, para que me formara una opinión desprovista del profundo amor que ella le profesa. Seguí su consejo y comencé con quienes fueron sus compañeros en la Fundación del Caribe y en sus causas educativas ambientales.


El economista Guillermo Gulfo observa cómo las aspas del ventilador de la habitación se mueven lentamente. Las mira en medio del sopor que se levanta desde la ribera del río, en Montería, hasta el segundo piso de su casa ubicada en el centro. En el primer piso funciona un almacén de repuestos de motocicletas que atiende con su esposa. Allí decidió conceder la entrevista en enero de 2021. Él conoció a Alberto Alzate Patiño.

Gulfo deja caer su cuerpo albino sobre la gran mecedora de madera ubicada en el centro de su sala. Cuando toqué a su puerta unas semanas atrás, se sorprendió de que alguien lo buscara para hablar de un profesor a quien ya casi ni se menciona y de un libro que fue ninguneado en Córdoba. Se refiere al texto: Impactos del proyecto hidroeléctrico de Urrá que escribieron los profesores Alberto Alzate, Bertha Brunal, Misael Díaz Urzola, Ángel Massiris y Roberto Yances.

—Urrá estaba planteado como un proyecto multipropósito. Nos decían que iba a controlar las inundaciones producidas por el río, pero otra cosa fue la que encontraron los investigadores. Ellos hicieron visible cómo se ponía en peligro la seguridad alimentaria ante la amenaza de la desaparición de las especies ícticas del río Sinú, que eran la base alimenticia de la población indígena y campesina del departamento de Córdoba. La pérdida del bocachico, que era el emblema del río. Y también denunciaron los procesos erosivos en la cuenca. Que lo dijeran no gustó —es la explicación de Gulfo.

En mis notas veo conformado al grupo de los intelectuales que más se adentraron en ese Paramillo enrevesado e incomprendido: Alzate, sociólogo; Raciny, agrónomo; y Díaz Urzola, topógrafo.

Ellos estudiaron los padecimientos de una etnia acorralada entre distintas fuerzas y argumentaron científicamente los problemas ambientales que se descolgarían de un proyecto como la hidroeléctrica Urrá. Y no solo eso, también los denunciaron.

—Eran críticos duros de la represa y de las desigualdades sociales —confirma Gulfo.


Le pregunto al reportero Ramiro Guzmán cómo cubrió periodísticamente esas denuncias sobre el proyecto Urrá para seguir reconstruyendo el territorio habitado por los embera y por los docentes de la Universidad de Córdoba.

—Acudiendo a las fuentes, y Alberto Alzate era una de ellas. El único interés del profesor era investigar y profundizar en la problemática indígena. Me regaló un libro que me sirvió mucho en la documentación del impacto ambiental de Urrá, sobre lo cual escribí cuando trabajaba para El Espectador en 1988. Alzate era un sabio, una gran persona, un ser humano impresionante, colaborador. Un ilustre académico, investigador. Nadie como él en nuestra región y ni siquiera era de aquí, era un hombre de montaña, era del Eje Cafetero.

A 54 kilómetros de Montería, en el municipio de Planeta Rica, hablo con el docente Alcides Muñoz.

—Alberto era mi amigo personal. Estudiamos juntos una maestría y era un sabio, un investigador. Un hombre que se asombraba por cualquier cosa. Su legado es un colegio que lleva su nombre, que pensamos, estructuramos y pusimos a andar juntos. Uno que se ocupó de la educación ambiental de los muchachos. Uno muy parecido a la forma de estudiar ahora, en remoto, pero sin internet. Era algo muy adelantado para la época, pero muy eficiente.

Alcides cuenta la historia bajo un sol fuerte. No le huye a los recuerdos que son dolorosos, a los hechos que le cambiaron la vida. Está parado en el patio central de lo que queda en pie del colegio, rodeado de salones desvencijados, paredes rotas y en medio de la maleza que amenaza con devorarlo todo. Cada vez que señala hacia alguna dirección de la Institución Educativa Alberto Alzate Patiño para decir que allí tenían la huerta comunitaria, el tanque de agua purificadora, las granjas de aprendizaje o los salones de trabajo colectivo, repite el apellido de su amigo seguido de la frase “lo visionó”, como una muletilla enfática y necesaria: “Alzate lo visionó”.

—Nadie nunca antes me había venido a preguntar por Alberto. Es como si lo hubiesen prohibido —lanza la frase al viento.

¿Es el silenciamiento una condena a la memoria?, me pregunto. El sociólogo Michael Pollak dice que “el largo silencio sobre el pasado, lejos de conducir al olvido, es la resistencia que una sociedad civil impotente opone al exceso de discursos oficiales. Al mismo tiempo, esta sociedad transmite cuidadosamente los recuerdos disidentes en las redes familiares y de amistad, esperando la hora de la verdad y de la redistribución de las cartas políticas e ideológicas”12.

Alcides hace de sus recuerdos disidentes, resistencia. Resistir para testimoniar, para algún día contar, para sumar a la cadena de relatos que circularon entre silencios y prohibiciones en Córdoba. Él sigue resistiendo en la tierra donde también lo amenazaron. Decidió permanecer y ahora contar.


Víctor Negrete, investigador social, colega de Alzate, también permanece en la tierra. La primera vez que hablé con él para que me explicara sobre el origen de la violencia de Córdoba fue a comienzos del nuevo milenio. Lo busqué en su pequeña oficina de la calle 41 con carrera 9 de Montería. Allí operaba la Fundación del Sinú.

Había tantos libros sobre los estantes que no se distinguía de qué color estaban pintadas las paredes. Sobresalía entre ellos la figura canosa de Víctor Negrete Barrera, un hombre que supo cuál era su papel cuando el sociólogo Orlando Fals Borda pisó el territorio del hombre hicotea. El investigador social cordobés se unió al recorrido por el mágico mundo de los seres sentipensantes.

Negrete creó en diciembre de 1972, junto a Alberto Gómez, Luis Rendón, Carlos Morón Díaz y Franklin Sibaja, la Fundación del Caribe. En ello también ayudaron el sociólogo Orlando Fals Borda y el célebre escritor David Sánchez Juliao (ambos fallecidos). La crearon con el objetivo de investigar la realidad sociocultural y económica de los departamentos de Córdoba, Sucre y Bolívar, la región anfibia. Desde entonces el profesor Víctor no ha parado de escribir y sistematizar todos los procesos sociales de la región; y de atender a todo aquel que quiere saber algo de la historia de Córdoba.

Escribí en mis notas lo que recordé de ese encuentro con Víctor Negrete y ahora lo desempolvo aquí cuando Ana Carolina me dice que busque a la gente que conoció a su padre.

—Quisiera que me contara la historia de la violencia en esta región, profe Víctor —le dije en ese tiempo.

—Escoger por dónde comenzar es tan difícil, pero vamos a comenzar aguas abajo del Sinú para terminar río arriba.

—¿De qué tengo que preocuparme en Córdoba, profesor Víctor? —le lancé la pregunta con la mirada puesta en sus ojos cansados.

Ese mismo planteamiento se lo había hecho a mi abuelo años antes de fallecer. El abuelo Esteban murió el 22 de septiembre de 1993. Yo era entonces una muchacha que tenía pesadillas con los relatos sobre la persecución a los liberales de la que también fue víctima mi abuelo cuando era un muchacho. Tuvo que esconderse un par de veces y, cuando las cosas se calmaban, volvía a su tierra. En ella se quedó hasta sus últimos días para hacer lo que había aprendido: construir canoas y cultivar. El abuelo Esteban no quiso sembrarme los miedos en el cuerpo, sin embargo solía decirme que temer era un acto de sobrevivencia.

—Preocúpate de los que mandan —me dijo el abuelo.

Víctor Negrete no me respondió tan rápido ni de forma escueta la pregunta. Se tomó su tiempo, se levantó y fue por dos cafés, uno para él y otro para mí. Se incorporó en su escritorio atiborrado de textos y dejó salir sus reflexiones.

—Si te vas a quedar a vivir mucho tiempo en la región, tienes que aprender a convivir con el miedo y las ganas de gritar que empiezan a ahogarte.

Se refería a lo que tuvo que testimoniar antes de la creación de la Fundación, cuando arrasaron con los movimientos campesinos en el Caribe colombiano. Una época de terror. En los años ochenta, el profesor Víctor escribió en el semanario Poder Costeño sus reflexiones sobre la violencia en Córdoba. El artículo titulado “Entre la violencia y la paz” fue publicado el 22 de enero de 1982, compartiendo doble página con la escabrosa foto de seis cabezas tiradas en la carretera. Los decapitados del municipio de Canalete, en Córdoba. los Mochacabezas fue el grupo que aterrorizó a la región. Después se cambiaron el nombre por autodefensas o paramilitares.

En esa misma década, en 1986, fue publicado el libro Impactos sociales del proyecto hidroeléctrico de Urrá, respaldado por la Fundación del Caribe que Víctor Negrete presidía. El profe Víctor se refiere al mismo libro ninguneado, en palabras de Gulfo, como un documento de importancia para la región, que suscitó acalorados debates.

La conclusión que aparece en la introducción del texto, coautoría de Alberto Alzate, en la página 18, dice: “La construcción de la Central Hidroeléctrica de Urrá para explotar el recurso natural agua en la cabecera donde el río Sinú recauda el 92 % de su tributación hídrica no es un polo de desarrollo en sí, sino por el contrario un problema total en la cuenca del río Sinú”13.

Para los investigadores Alzate, Díaz Urzola, Brunal, Massiris y Yances, todos de la Fundación del Caribe, la hidroeléctrica Urrá fue el argumento para impulsar la creación político-administrativa del Departamento de Córdoba.

Es octubre de 2020. El relato que me hizo Víctor veinte años atrás sobre la violencia por la tenencia de la tierra fue diáfano y largo, y prosigue porque en Córdoba es mucho lo que falta por decir.

Ahora, en la tranquilidad de su departamento, Víctor trajo al presente los recuerdos de un trabajo de campo que hizo con otras personas desde Tinajones, donde desemboca el Sinú, hasta más arriba de Puerto Frasquillo, donde se construyó la represa Urrá y vivió el líder embera Kimy Pernía. Él y su equipo fueron por los testimonios de pescadores e indígenas de la región sobre la construcción de Urrá.

—Dos hilos entretejían las banderas del descontento: el fin del bocachico, con la construcción de Urrá, y la desecación de los humedales para el aprovechamiento ganadero y construcción de terraplenes que comunican las fincas —refiere.

La expedición se llamó “El reencuentro con el río Sinú” y tuvo lugar entre el 16 y el 20 de diciembre de 1992, seis años después de publicado el libro sobre los impactos del proyecto hidroeléctrico. Pretendían revisar qué tanto comenzaba a ocurrir en la zona de lo que fue advertido por Alzate Patiño y su equipo.

—Fue un viaje al deterioro. Todavía la represa no estaba construida pero ya se observaba la erosión en las riberas del Sinú por obras paralelas que comenzaron a ejecutarse.

Víctor había ido por primera vez a Tinajones en 1973 con Fals Borda y el dibujante Chalarka, famoso en Montería por las historietas que daban cuenta de la violencia contra los campesinos y por su casa con las estatuas en piedra que semejaban diablos, ubicada en el populoso barrio La Granja, al sur de la ciudad. De ese viaje, el Centro Popular de Estudios, posteriormente Fundación del Sinú, publicó un libro titulado Tinajones, un pueblo en lucha por la tierra.

Los viajes de ida y vuelta entre el Alto Sinú, la tierra de los embera, y la desembocadura del río, que hace la memoria del investigador social, también llegan a la misma conclusión visionada por Alzate y así lo escribió Víctor en sus investigaciones.

¿No escuchamos? ¿No quisimos escuchar? ¿No nos dejaron escuchar? En la voz de Víctor Negrete siempre hay una urgencia por contar, algunos de sus relatos no se quisieron escuchar en la región. Otras voces, las de las víctimas silenciadas, circularon por una especie de redes secretas y el acto valiente de hacer memoria se vuelve importante en lo social. Todas las narraciones sobre esta violencia no narrada en su completitud buscan reconquistar la libertad de la palabra. Martha Domicó, la hija de Kimy Pernía, y Ana Carolina, la hija de Alberto Alzate, buscan esa reconquista.


Hace calor. Son las seis de la mañana y Martha Domicó no se ha tomado ni un café. Unos cien emberas marchan lentamente por las calles de Montería hacia las oficinas de Urrá, para protestar por todo lo que han perdido. La encontré dos meses después del viaje a Beguidó en la indefensión que cubre el territorio. Es diciembre de 2020.

Hace frío. A la mesa nos llevan café caliente y pan recién salido del horno. Por fin veo a Ana Carolina Alzate sin la intermediación de una cámara. Por fin nos conocemos personalmente en Bogotá. Nos encontramos en Chapinero, nos confesamos sobre Córdoba y nos entendimos. Es enero de 2021.

En nombre de la confianza, Martha y Ana Carolina me hablaron. Sus memorias subterráneas fueron confinadas a espacios mudos desgarrados por el dolor. Me pregunté una y otra vez si esas puertas debían abrirse, porque a Martha la habita la desazón y Ana Carolina todavía tiene miedo. Ellas, como la sociedad cordobesa, fueron silenciadas por la violencia de las armas en la guerra por la tierra y el supuesto desarrollo. Esa violencia no se ha ido completamente.

De la fragilidad humana de Martha y Ana Carolina brota el miedo. Esa condición anidada también en el silencio. Ana Carolina vive el miedo cuando está en Montería, porque siente que quiere hablar de su ciudad con tranquilidad, pero no puede, entonces se impone el silencio.

—Tantas inquietudes, quiero que salgan para discutirlas, para comunicarlas en libertad, pero cuesta. Allá no hablo —dice con voz temblorosa.

A Martha la recorre la zozobra al ver que el destino de su pueblo repite las acciones del pasado.

—Los embera pedimos que nos escuchen, nadie lo hace. Lo que éramos fue roto, nos dividieron y seguimos luchando, pero duele mucho —dice.

El papá de Ana Carolina, Alberto Alzate, escribió de los emberas, el pueblo de Martha, lo siguiente:

Los indígenas sufrirán rompimiento violento de su hábitat natural y desplazamiento de las mejores tierras. Esta situación posiblemente incida en su total descomposición cultural como etnia y tienda a ubicarlos como usufructuarios marginales del desarrollo tecnológico que violentamente irrumpe en la zona. Así se los relocalice y ellos acepten la relocalización, los traumatismos causados en el interior de su etnia, siempre serán irreversibles14.

Kimy escribió en su diario:

“Cuando las comunidades indígenas comenzamos a organizarnos y a tomar conciencia del valor de nuestras tradiciones costumbres y lenguas, empezamos también a cuestionar”15.

Desde la ciencia y la cosmogonía, unos y otros, indígenas y académicos, hablaron y se entendieron, acordaron, defendieron lo que consideraron correcto. Las estigmatizaciones no faltaron.

—Mi mamá decide hacer una cena familiar e invitarlos a todos. Entonces ya eran como las siete de la noche y estábamos cenando y aquí estaban la abuela, las tías, los esposos de las tías, mi hermano, mi mamá, mi papá y yo. Ya casi terminando la cena suena el timbre, mi papá es el que se para a atender por la ventana. Eran unas ventanas grandes corredizas. Entonces él se va hasta la sala, corre la ventana y escuchamos que dicen: “El profesor Alzate, por favor. ¿Usted es el profesor Alzate?”, “Sí soy yo”. Y le disparan desde afuera.

Ese es el recuento de los hechos que hace Ana Carolina sobre el asesinato de Alberto Alzate Patiño, su padre, ocurrido el 11 de julio de 1996.

—Yo iba a comer apenas, cuando la noticia llega. “No se asusten, no se apresuren, yo vengo a decirles algo para la familia de Kimy. Voy a dar una mala noticia para la familia de Kimy, pero resistan como puedan. Desaparecieron ayer a su papá”. Yo dije: “¡Cómo! ¿Mi papá? ¡No lo puedo creer!”, porque yo consideraba que mi papá estaba haciendo un viaje... Él había hecho un viaje con un señor y lo llevaron a Montería. Antes de eso me dijo: “Hija, no salga a la calle, no salga a la calle, solo te digo eso, no salgas a la calle. Cuídate mucho”. “Papá, tú también cuídate, cuídate mucho también”. Se fue al otro día. Y el 1.o de junio, que fue un viernes, él se fue.

Ese es el relato de Martha Domicó sobre el crimen de Kimy ocurrido el 2 de junio de 2001.

Ana Carolina nunca sintió que sus padres vivieran preocupados. Jamás escuchó sobre amenaza alguna. Martha, en cambio, recuerda que dos años después del Dowabura, la despedida al río, comenzó la división entre el pueblo embera katío por la construcción de Urrá. Y no pasó mucho tiempo hasta que las amenazas le llegaron a su padre.

Ser hijos de la guerra es algo con lo que se carga para toda la vida, me dijo alguna vez una víctima. Exiges la verdad, como no se ha cansado de hacerlo Martha, o un buen día dejas de acudir a la justicia, como hizo la familia de Ana Carolina, sumergiéndose en la soledad del dolor. Los victimarios someten al silencio de distintas formas, concluyo tras escucharlas a ambas. Esas formas como se configura el silencio las explica el investigador Hermes Tovar Pinzón: “Aunque la guerra cambia y se vuelven más cercanos el miedo, la voz baja y la espera, el silencio siempre crecerá detrás de la madera que se cierra tras el aire que atraviesa la ventana”16.

El profesor Alzate y el líder Kimy vivieron en una región rica y diversa, históricamente mancillada por el horror. Intentaron defenderla desde el territorio, desde los pizarrones de la universidad y desde los libros que fueron ninguneados o prohibidos.

En medio de la tragedia de ser huérfanas, Martha Domicó y Ana Carolina Alzate me hacen volver al poema de Rilke cuando pienso y escribo sobre ellas: “Deja que todo te suceda: la belleza y el terror”. A ellas las arrebataron la belleza y les quedó el duelo eterno. Yo quiero creer que ningún sentimiento es definitivo cuando se rompe el silencio.

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  1. Michael Pollak, Memoria, olvido y silencio: La producción social de identidades frente a situa- ciones límite, La Plata: Ediciones Al Margen, 2006.  

  2. Alberto Alzate Patiño, B. Brunal, M. Díaz, A. Massiris y R. Yances, Impactos sociales del proyecto hidroeléctrico de Urrá, Montería: Centro de Investigación Social Fundación del Caribe, 1987.  

  3. Alberto Alzate Patiño et al., op. cit.  

  4. Del diario inédito de Kimy Pernía.  

  5. Hermes Tovar Pinzón, El silencio inédito de la guerra, Bogotá: Ediciones Uniandes, 2016. 

Capítulo 4: El cerco paramilitar

El 1° de septiembre de 2008 entrevisté al periodista payanés Édgar Astudillo con el objetivo de que me contara sobre los comienzos del paramilitarismo. Fue víctima de un atentado el 21 de agosto de 1988 ocurrido en Montería, capital de Córdoba. Ese año quedaría escrito con sangre en la historia de Córdoba, ya que los paramilitares perpetraron masacres y asesinatos selectivos en la región.

Astudillo me explicó en esa ocasión que los crímenes fueron la reacción de los ejércitos de derecha contra todo lo que oliera a izquierda. Y fue más allá, me habló del Cónclave, un grupo secreto integrado por personas prestantes de Córdoba que decidía quién se moría por haberse convertido, según ellos, en amenaza para la región17. Era su forma de explicarme que el paramilitarismo existió mucho antes de que fuese conocido por ese nombre.

A este hombre afable y conversador vuelvo a verlo nuevamente a finales de 2020. Todavía tiene la escolta que lo lleva a todas partes en una camioneta semiblindada. Retoma el relato suspendido en el tiempo.

—Con el auge del paramilitarismo, desde la década de los noventa, se viene una ofensiva muy dura contra todo lo que tiene que ver con la guerrilla, contra todo lo que tenga que ver con la izquierda. Se estigmatizó a la Asociación de Maestros de Córdoba [Ademacor], por ejemplo, porque era un sindicato muy fuerte, dirigido por hombres de la izquierda. Aspu [Asociación de Profesores Universitarios] no tenía ese grado de estigmatización, pero había algunas figuras de allí que se consideraban personas de izquierda, a las que se les señalaba de pertenecer a un Partido Comunista marxista leninista o al bloque socialista, y no sé qué otros. Entonces vino una operación de exterminio [por parte] de estas derechas organizadas con grupos paramilitares... Fue una ofensiva a sangre y fuego, una toma de la Universidad a sangre y fuego muy despiadada.

Se refiere Astudillo a una de las acciones violentas que más estremeció a la región, porque, al atentar contra profesores y sindicalistas, y acabar con sus vidas, el paramilitarismo dejó al departamento huérfano de intelectuales que aportaran al desa- rrollo y herido de muerte en su libertad de expresión.

La historia del paramilitarismo en Colombia ha sido contada por investigadores como Jorge Orlando Melo en su texto Los paramilitares y su impacto sobre la política, Gonzalo de Francisco en La alternativa paramilitar y Fernando Cubides en Los paramilitares como agentes organizados de violencia. También lo hizo Mauricio Aranguren Molina al escribir Mi confesión, las revelaciones que le hiciera Carlos Castaño, uno de los fundadores del paramilitarismo.

La investigadora Gloria Ocampo resume en su investigación El poder paramilitar: Violencia y poder político la manera como se fue conformando el paramilitarismo. En los primeros años de la década de los ochenta surgió una organización contra las guerrillas del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y luego contra las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). A mediados de esa década apareció la guerrilla del Ejército Popular de Liberación (EPL), que secuestró y extorsionó a los ganaderos, los cuales a su vez crean los grupos de autodefensas. Eso coincidió con la llegada a la región de Fidel Castaño, quien lideraría la conformación de la organización paramilitar. En 1994, en el gobierno de César Gaviria, estos grupos se expandieron con el surgimiento de las Convivir, asociaciones comunitarias de vigilancia rural, las cuales se desbordaron y se convirtieron en actores criminales.

Raúl Zelik, escritor, periodista y politólogo alemán, se ocupa en profundidad de estos grupos en su libro Paramilitares. Y allí se refiere a 1988 como el año de las masacres y desde finales de 1989 en adelante como el tiempo en que estos ejércitos de la muerte “empezaron a trabajar por adquirir un perfil público más político”18.

En la transición hacia ese perfil público-político, cuando en 1994 pasan de llamarse paramilitares a Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU) y en 1997 Autodefensas Unidas de Colombia (ACU), aumentan los crímenes contra sindicalistas y profesores en Córdoba. Los asesinatos y las persecuciones ocurrían mientras los paramilitares reclutaban a jóvenes en barrios perimetrales de Montería, como Cantaclaro, y en la zona rural, especialmente al sur del departamento, en el municipio de Valencia, en límites con Antioquia, y en gran parte de la margen izquierda del río Sinú.

En la década de los noventa “se activa el comercio ilegal de tierras, basado en el despojo y en la apropiación de baldíos... Esta fue la estrategia paramilitar: el proyecto antisubversivo de los paramilitares comprendía también una visión geopolítica y una concepción económica”19.

Justo enmarcados en ese interés de construir una visión geopolítica, algunos jefes paramilitares buscan legitimar la organización a toda costa y tratan entonces de incidir en la política haciendo pactos con figuras desconocidas y líderes políticos de renombre. Así las cosas, el comandante paramilitar Salvatore Mancuso dispone sus acciones hacia la consecución de recursos económicos mediante la toma de instituciones claves del Estado, como la Universidad de Córdoba, y el apoyo a personajes cordo- beses que terminaron siendo elegidos como congresistas: Eleo- nora Pineda y Miguel Alfonso de la Espriella20. Las autodefensas se esforzaron por aparecer como un “tercer actor del conflicto”, diferentes a las guerrillas y a las Fuerzas Armadas, es decir autó- nomo e independiente del Estado21.

El paramilitarismo se consolida y de esos tiempos escabrosos, en los que el blanco eran los sindicalistas y los profesores, muy pocos quieren hablar en Córdoba. Me queda claro cuando Domingo Ayala, presidente de la Asociación de Maestros de Córdoba (Ademacor) se toma su tiempo y me hace esperar afuera de la oficina en el barrio Buenavista, debajo de un árbol de almendra. La visita no resultó infructuosa porque me facilitó contactos. Con el tiempo pude conocer los archivos que ha recopilado el sindicato sobre los crímenes contra profesores ocurridos desde el 25 de junio de 1986, que dan cuenta de cien asesinatos. El guardián de la memoria Serafín Velásquez me dice que en sus registros tiene los nombres de por lo menos cincuenta profesores asesinados en el departamento.

Édgar, Domingo y Serafín insisten en que debo hablar con René Cabrales, exiliado. Llego a él por su hija Renata, a quien conocí casualmente en unos cursos sobre periodismo con enfoque de género que dictamos en Consejo de Redacción, una organización de periodistas que cofundamos varios colegas colombianos.

Ella escribía sobre el vacío de las mujeres de la Universidad de Córdoba, de las viudas y madres que perdieron a sus seres queridos. La acompañé en ese proceso y desde ese mismo momento comenzó a enviarle mensajes al padre, quien se había mantenido al margen de entrevistas durante todo el tiempo del exilio.

En mayo de 2021 René Cabrales me recibió en la estación de trenes de Berna (Suiza) con su esposa Ruby, una mujer cálida y encantadora. Asumió con urgencia la necesidad de contar su historia, su verdad. Durante dos días René Cabrales me relató su vida.

—Mis simpatías estuvieron con la izquierda, mi militancia en el Partido Comunista y la Unión Patriótica. Eso se combina muy bien con el sindicalismo.

En 1978 comenzó a trabajar en la Universidad de Córdoba y para entonces sus actividades sindicales se configuraban con fuerza. Hizo parte de la Federación Sindical Unitaria de Trabajadores de Córdoba y de otros grupos sindicalistas del país.

—Con el resurgimiento del movimiento sindical despertó la reacción de la ultraderecha en Córdoba. Vieron como una amenaza que el sindicalismo se reactivara en Córdoba. Y en realidad, pues, se reactivó... Se veía por ejemplo la movilización en los sindicatos, la protesta. Los primeros de mayo eran masivos, la gente acudía a las marchas del Día del Trabajo con un entusiasmo y, bueno, empezaron a llover las amenazas.

Habla de las listas con los nombres de las personas que iban a matar, y su esposa Ruby y su hija Renata escuchan desde la cocina, en completo silencio.

Ruby Cueto llegó con él a Europa el 12 de diciembre de 2004, cuando tenían 51 y 53 años de edad respectivamente, y debieron salir de Colombia para salvar sus vidas. La hija, Renata, y el nieto, menor de edad, llegaron en 2021 también huyendo de las amenazas que comenzaron en 1988 contra la cabeza de la familia. A pesar del tiempo, las intimidaciones se han extendido contra ellos como sombras.

—Riegan un volante, un grupo que se hizo llamar Ojo por Ojo. Ahí es donde aparezco señalado como una de las posibles víctimas. Hacen un relato de que mataron a Cujavante, que iban a acabar con los comunistas que enseñaban en los colegios.

El relato corresponde a 1988. El panfleto hace referencia a las muertes del catedrático y dirigente cívico Rafael Duque Perea (1980) y de Alfonso Cujavante Acevedo (1998). Cujavante era presidente de la coordinadora departamental de la Unión Patriótica, fue profesor del Colegio Nacional José María Córdoba y sindicalista de la Asociación de Profesores Universitarios (Aspu)22. Fue elegido concejal de Montería y tras su muerte ocupó la curul el periodista Édgar Astudillo, quien cinco meses después padeció un atentado contra su vida.

Ya en este entonces habían asesinado al presidente del Co- mité Cívico Ciudadanos Unidos por Tierralta, Clemente López Montalvo, quien fue sindicalista del Consorcio Skanska Conciv les, la firma que construyó la hidroeléctrica Urrá en el corazón de la tierra embera katía, defendida por Kimy Pernía. López, junto con otros líderes, extrabajadores de Skanska, eran la cabeza del movimiento ciudadano que buscaba soluciones de trabajo para un gran número de personas desempleadas en la región y que promovieron un paro en el territorio23.

—Eran tiempos de mucha agitación política. Además, la Universidad era asediada por el paramilitarismo, porque es que no podemos decir que el paramilitarismo es solamente las AUC ni las ACCU, el paramilitarismo es mucho antes.

Desde que René Cabrales llegó al sindicato de la Universidad sintió con más fuerza la persecución en su contra porque no se quedó callado, porque denunció lo que estaba mal.

Sus denuncias ocuparon las páginas de los medios de comunicación que circulaban en la región, así como su voz se escuchaba en las emisoras locales. René Cabrales era un hombre conocido, vehemente. Alguna vez escuché a un par de periodistas decir que era un hombre valiente, que parecía no tenerle miedo al régimen de terror que se había instalado en Córdoba. Desafió el silencio desde su tribuna y a pesar de las advertencias.

Un amigo le contó a René que se rumoreaba que iban atentar contra su vida.

—Como dos años antes de eso, habíamos llegado a un acuerdo con la administración de la Universidad para que nos dotaran de armas. Porque la verdad era que no nos daban seguridad ni la Policía, ni el Ejército, ni el DAS, ni nadie nos daba seguridad. Entonces la administración de la Universidad se comprometió a darnos unas armas a unos pocos directivos del sindicato que estábamos en posible riesgo. A mí me tocó un revólver calibre 32.

El 10 de junio de 1996 el sindicalista usó ese revólver. Se defendió de cinco hombres armados que irrumpieron en su casa y le dispararon. Él, su esposa Ruby, sus hijos Alaín René, Alina, Renata y su nuera, Vilma Salcedo, se salvaron. Alejandra Camargo Cabrales, su nieta de tan solo dos años, hija de Renata, murió cuando los médicos intentaron extraerle una bala que se le alojó en la cabeza.

René se radicó en Bogotá y se integró a una organización que ayudaba a los desplazados por la violencia que llegaban a la capital colombiana. También siguió denunciando su caso y reclamando justicia. Mandó a hacer un afiche con la imagen de su nieta y con un relato sobre su asesinato. En sus denuncias culpó a los grupos paramilitares. Ese afiche lo distribuyó por los sindicatos a nivel nacional y también en Montería.

No se quedó quieto y fue hasta las oficinas de la ONU y Amnistía Internacional en Colombia a denunciar no solo su caso, sino también lo que había ocurrido con otros dirigentes sindicales en Córdoba.

Mientras René denunciaba, cinco estudiantes y diez profesores de la Universidad de Córdoba también lo hacían. Habían tenido que huir de Córdoba porque el paramilitarismo los había declarado objetivos militares.

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  1. Ginna Morelo, Tierra de sangre: Memorias de las víctimas, Medellín: Editorial Lealon, 2009. 

  2. Raúl Zelik, Paramilitarismo. Violencia y transformación social, política y económica en Colombia, Bogotá: Siglo del Hombre Editores - FES - Goethe Institut, 2015, p. 109. 

  3. Gloria Ocampo, Poderes regionales, clientelismo y Estado. Etnografías del poder y la política en Córdoba, Colombia, Bogotá: Odecofi - Cinep - Antropos, 2014. 

  4. “El Plan Córdoba”, Verdad Abierta, 2009. Recuperado de: https://verdadabierta.com/ el-plan-cordoba/. 

  5. Raúl Zelik, op. cit. 

  6. Base de Datos de Víctimas Silenciadas por el Estado en Colombia. Recuperado de: https://vidassilenciadas.org/victimas/5017/

  7. Toño Sánchez, “Asesinado líder cívico en Córdoba”, El Tiempo, 27 de junio de 1996. Recuperado de: https://www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-450919

Capítulo 5: Palabra exiliada

La esposa de Serafín sale de la cocina y me ofrece aguapanela con limón bien fría. Los ojos del profesor, detrás de los lentes, parecen los de un oriental. Creo que se pusieron chiquitos de tanto leer y escribir.

En la pared de su estudio hay varios estantes cargados de textos sobre agronomía, ecología, ciencias políticas, sociología, geografía y biología. No puede faltar la literatura ni la poesía. Me pongo a hurgar con la mirada.

—Deja de andar embelesada con los libros y cuéntame más de los exiliados.

—Los localicé, pero está siendo difícil que quieran hablar. Mis preguntas los confrontan con una historia que quizá prefieran mantener sepultada.

Le hablo de Abel Fuentes, el exalumno de la Universidad de Córdoba que protagonizó una huelga de hambre atado a un árbol en posición de crucificado y quien paseó a un burro con corbata para protestar por el intento de reelección del rector; de Mauricio Hernández, que fue secuestrado por los paramilitares; de Jorge Solera, retenido también por las AUC y de Enoín Humánez y Ramón Rodríguez, quienes trabajaron en el fortalecimiento de las bases intelectuales del movimiento estudiantil.

—Te contarán... Sus historias no han sido escuchadas. Re- gálales tu escucha, no tus preguntas —me dijo el guardián de la memoria.

—Cuando les digo lo que quiero hacer, me comparten sus comienzos en el movimiento estudiantil, pero al intentar ir más allá, me piden tiempo; más tiempo, profesor.

—Te piden lo que una verdad tan grande, como la vivida por ellos, apenas necesita: tiempo.

—¿Y por qué pretendo que los exiliados hablen ahora, profesor Serafín?

—Porque hablar es un acto de fe en la memoria. Recuerda, Ginna, la palabra estuvo secuestrada y esos estudiantes fueron los lápices que quisieron escribir la liberación.

En esa frase está concentrado lo que los estudiantes significaban para la Universidad de Córdoba a finales de la década del noventa y comienzos del siglo XXI: esperanza. Por un lado los profesores se resguardaban de la máquina del terror que te- nía la orden de silenciarlos y, por el otro, sus alumnos luchaban a su manera, protagonizaban mítines, pintaban murales, hacían marchas y realizaban protestas simbólicas para rechazar las de- cisiones académicas que no fortalecían las necesidades del estudiantado.

Uno a uno los universitarios comenzaron a ser señalados, estigmatizados y amenazados. Entre 1987 y 2001, trece de ellos fueron asesinados. Fue tal el cerco que los sobrevivientes comenzaron a desvincularse del movimiento y once de ellos se exiliaron. Un grupo fue a Canadá. En los últimos cuatro años he podido localizar a cuatro de ellos y juntar esas voces en el exilio, que es también una condición del silencio.

En este tiempo imperfecto en el que interactuamos virtualmente, intento entender los distintos caracteres de los exiliados, la confusión, la alegría, la inquietud, el caos, la libertad y hasta el desespero que los habita. Pero les cuesta abrirse completamente.

El exiliado doma las palabras y privilegia el silencio habitado por los miedos. Lo más difícil no es buscar al refugiado, es lograr que quiera romper el cerco impuesto por las violencias externas. Las heridas de la guerra hacen que muchas voces que podrían dar cuenta de lo ocurrido se silencien. Los oprimidos se hacen esclavos de un silencio, bien sea para salvarse, para vivir en la libertad del secreto que les lleva a no decir, a no comunicar, a no cuestionar, a no contar. También asumen vivir en el miedo que les lleva a callar.

El exiliado teme que su verdad se conozca porque la sociedad cordobesa no dispone ni quiere disponer de un camino para retornar a un pasado doloroso, del que no ha podido zafarse, en el que puede haber respuestas.

Así piensa Mauricio Hernández, quien fue secuestrado por las AUC. Pude conocerlo personalmente en Montería, cuando de casualidad supe de su visita a la ciudad. Me invitó a pasar a la casa de su familia ubicada en un populoso barrio de la capital cordobesa, donde me habló de su presente como esposo y padre de familia.

Su apariencia es la de un joven universitario, de pelo revuelto y ojos bien abiertos. Los años no le han pasado a juzgar por las fotos que había visto de él en Facebook. Verlo de frente es poder percibir esa justa tranquilidad que la vida se encargó de devolverle, y el claro deseo de dejar el pasado en el pasado. Mauricio dejó quieta su memoria subterránea, ratificándome que el silencio es la secuela más grande heredada de ese tiempo que hoy sigue sin comprender.

El 19 de abril de 2000, Mauricio Hernández les entregó a las autoridades la carta que los paramilitares le obligaron a llevar tras secuestrarlo junto con Carlos Julio Ramírez. Ese documento decía:

Ante la grave situación que atraviesa nuestra Universidad, las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU), hemos dispuesto intervenir de manera directa en esta Institución, que como patrimonio cultural y científico debe ser ejemplo de funcionamiento académico y administrativo... Los estudiantes y profesores de buena fe no deben dejar- se utilizar para la subversión, ni pueden ser idiotas útiles de la corrupción clientelista... Los estudiantes Carlos Julio Ramírez y Mauricio Hernández, que fueron retenidos por nuestra organización y cuya liberación estamos efectuando hoy, constituyeron un ejemplo de la manera infame como la subversión utiliza y engaña para sus fines nefastos a jóvenes desprevenidos y sanos... Hacemos un llamado a los padres de familia para que estén atentos a las actividades y relaciones de sus hijos... Por una Universidad de Córdoba sin corrupción, ni subversión.

Mauricio es dueño de su verdad y de la forma como la procesa en su memoria. Con voz decidida me explica que no quiere volver a la narrativa del miedo público. Su testimonio se sigue elaborando en el silencio, en lo no dicho y en lo que no está preparado para decir o simplemente ya no le ve caso decir.

Jorge Luis Solera Núñez, el estudiante que participó en la acción colectiva de pasear por el campus un burro con corbata, sí quiere decir. Intercambia conmigo varios mensajes por WhatsApp. Me pone una cita. Cuando faltan escasas horas para conocernos durante su estancia en Montería, me dice que no está preparado para hacerlo. Pasa el tiempo y retomamos el diálogo vía celular, me confirma que no quiere hablar pero sí escribir, que está listo y que me autoriza a publicar su memoria:

En 1996 ingresé a la Universidad de Córdoba. Siempre me identifiqué por mi independencia política e ideológica, y por asumir posiciones críticas frente a muchos procesos administrativos y académicos de la institución.

A partir del segundo semestre de 1998, cuando cursaba quinto semestre, hice parte de un proyecto que buscaba formar un Consejo Superior Estudiantil que defendería los derechos de los estudiantes y el cual trabajaría en la defensa de la universidad pública estatal. Al mismo tiempo lideraba, junto con otros estudiantes, lo que llamábamos Red de Grupos Estudiantiles de la Universidad de Córdoba, que consistía en un gremio que unificaría todos los grupos de investigación estudiantil registrados en la Universidad.

En el primer semestre de 1999 aparece un pasquín con una amenaza de muerte contra los líderes de los proyectos antes mencionados.

A pesar de las amenazas, un grupo de estudiantes decidimos continuar con el proceso de democratización y restauración ética y moral de la Universidad de Córdoba. A partir de ese momento fuimos víctimas de pasquines, panfletos, persecución de parte de algunos estudiantes y trabajadores de la institución, de sobornos, persecución académica, señalamientos peligrosos, llamadas telefónicas y amenazas personales por parte de miembros de la comunidad universitaria presuntamente vinculados con grupos paramilitares. Todos estos actos sucedieron con la complacencia de la administración universitaria, que a pesar de nuestras denuncias no tomaba las medidas correctivas para eliminar dichas prácticas en la Universidad.

En el año 2000 adelantamos un movimiento académico en contra de la reelección del entonces rector, la salida del Consejo Superior de la representante estudiantil y el proceso de acreditación llevado a cabo en la Facultad de Educación. El mencionado movimiento consistió en la elaboración y divulgación de documentos públicos, denuncias públicas, demandas penales, grafitis (no alusivos a ningún grupo armado) y una simbología consistente en pasear dentro del campus un burro vestido de corbata. Esta última manifestación despertó la ira de la administración universitaria y empezó entonces una campaña masiva de descrédito y señalamientos funestos en un entorno peligroso como el de ese entonces. Estudiantes y hasta el consejo de la Facultad de Educación sacaron pasquines en contra nuestra, utilizaron los medios de comunicación (prensa, radio y televisión) para difundir sus documentos a pesar de nuestras peticiones de respeto al buen nombre. Después de muchos años y gracias al resultado de las investigaciones, supimos que la administración agregaba a nuestros grafitis alusiones a grupos guerrilleros, tomaba fotos de estos y se las hacían llegar a comandantes de las AUC.

El día lunes 27 de marzo de 2000, en las horas de la tarde, mientras tramitábamos la cuenta de los viáticos para viajar a un evento en Santa Marta, se realizó un operativo paramilitar en la Universidad. Un grupo de hombres de las AUC tomaron fotografías nuestras e interrogaron a ciertas personas sobre nosotros. Según información filtrada que llegó hasta nosotros, estos señores fueron contratados por el rector puesto que nosotros representábamos un obstáculo a su campaña e intereses de reelección.

Al día siguiente (28 de marzo de 2000), nosotros salimos hacia la Universidad del Magdalena, situada en la ciudad de Santa Marta, con la intención de participar en el Segundo Congreso Universitario por la Paz. Varias personas nos advirtieron del peligro que corríamos al viajar, pues, según ellos, era posible que pararan el bus en el que viajaríamos.

Ese mismo día, un poco después de mediodía, en un tramo de la vía entre Carreto (Bolívar) y Calamar (Atlántico), el bus en el que viajábamos fue interceptado por un grupo paramilitar de aproximadamente veinte hombres armados; nos desviaron hacia una finca, nos bajaron del bus y nos tendieron en el piso boca abajo.

Luego, con lista en mano nos fueron llamando y separando del grupo principal. A mí me preguntaron mi nombre, luego lo buscaron en la lista y me informaron que yo hacía parte de esta y que según las informaciones que ellos tenían, yo estaba identificado como la persona que escribía los grafitis. Seguido, me preguntaron el nombre de la persona que había tenido la idea de llevar un burro y me dijeron que les diera los nombres de los guerrilleros que estudiaban en la Universidad. Finalmente, me pidieron los nombres de los estudiantes que hacían grafitis en nombre del ELN y de las FARC.

Luego del primer interrogatorio, uno de los paramilitares dio la orden de esposar a seis personas, entre ellas yo. Nos llevaron a un sitio aún más lejano y empezaron a torturarnos para que les diéramos información. Nos acostaron encima de un nido de hormigas “pachacas”, las cuales nos picaron en diferentes partes del cuerpo y en los ojos. Uno de ellos, aparentemente un comandante encargado del interrogatorio, se subía en nuestra espalda de rodillas y nos colocaba una pistola en la nuca y nos decía que habláramos ya que ese día íbamos a morir.

Siempre había por lo menos un paramilitar vigilando a cada uno de nosotros. Mientras el presunto comandante interrogaba a alguien, los otros paramilitares nos “cuidaban”, nos daban patadas en las costillas y en la espalda, nos daban trompadas en la cara y nos golpeaban con las armas. En varias ocasiones nos dispararon al lado de la ca- beza para que los otros pensaran que ya habían empezado a asesinarnos.

El interrogatorio duró varias horas y se terminó de pronto, luego de que un paramilitar le informara al interrogador que un grupo de guerrilleros del ELN estaba muy cerca y que un superior había ordenado por radio que partieran inmediatamente de allí. Nos quitaron las esposas a cuatro de nosotros, subieron a dos en un carro y partieron todos rápidamente.

El resto de nosotros nos subimos al bus y continuamos nuestro camino hacia Santa Marta. En cuanto llegamos, informamos a las autoridades locales sobre lo sucedido.

Un grupo de estudiantes decidimos quedarnos en Santa Marta ya que temíamos por nuestras vidas si regresábamos a la Universidad de Córdoba. Unos días después del secuestro del bus fuimos perseguidos en Santa Marta por un grupo de hombres armados. El caso fue considerado crítico por la Defensoría del Pueblo, que intervino ante la Cruz Roja Internacional con el fin de ofrecernos protección y lograr enviarnos por avión a la ciudad de Bogotá.

Durante mi estadía en Bogotá seguí siendo víctima de amenazas contra mi vida. Un año después del secuestro del bus, mi solicitud de refugio fue aceptada. Una serie de denuncias fueron registradas por mí y mis familiares ante las autoridades competentes en Montería, Santa Marta y Bogotá.

Jorge Solera es un joven trabajador, padre de familia dedicado y un cordobés que no ha perdido el acento a pesar de la distancia con la tierra. Leer su carta es volver a escuchar el golpe de su voz comiéndose las eses y las eres. Al final de nuestros intercambios, me contactó con otro sobreviviente de la Universidad, Enoín Humánez.

El silencio, después de tanto tiempo, claramente no es el espacio de Enoín Humánez, egresado de la Licenciatura en Ciencias de la Universidad de Córdoba. Cuando lo abordé vía celular y después en varias charlas a través de plataformas digitales, parecía estar esperando ser escuchado. El acto de hacer memoria después del silencio reclama oídos.

En esos encuentros online de varios meses, Enoín fue más allá de los acontecimientos violentos ocurridos. Su urgencia siempre ha sido la de explicar cómo llegó a la Universidad, qué fue lo que él y otros estudiantes hicieron y por qué la toma por parte del paramilitarismo fue concebida, según él, para aplastar el empoderamiento de las clases populares de una región que encontraron en la institución de educación superior el escenario para hacerse escuchar.

El 5 de octubre de 2019 me escribió una carta larga desde su lugar de residencia en Canadá, de la cual extracto lo siguiente con su autorización:

Mi nombre es Enoín Antonio Humánez Blanquicett. Nací en la margen occidental de la cuenca del río Sinú el 1° de agosto de 1970 a las dos y diez minutos de la tarde... A finales de 1983 llegaron algunos miembros del ELN a instalarse en la zona y comenzaron a reclutar jóvenes para su organización armada.

En la tarde, cuando íbamos a encerrar el ganado, mi papá le dijo a mi mamá: “Llegó la hora de poner a los muchachos a estudiar en serio. El año entrante Enoín se va para Monte- ría a estudiar y usted se va con el resto el año siguiente”. En mis adentros yo pensaba que mis padres no iban a concretar ese plan, pues desde hacía más de tres años les estaba oyendo decir algo similar…

El tiempo pasó. En abril de 1993, una semana después de Semana Santa, asistí a las actividades de acogida que la Universidad había preparado para dar la bienvenida a los estudiantes primíparos. El evento se realizó en el pabellón del jardín infantil de la Universidad, que algunos llamaban coloquialmente La Machaca. El decano de la Facultad de Educación era en ese momento Iván Garnica Díaz. El programa de Ciencias Sociales había sido reestructurado tres años antes para ponerlo a tono con su tiempo. Los autores de dicha reforma, un grupo de profesores que había terminado maestría en Geografía en una universidad bogotana, nos hablaron de las bondades del nuevo currículo. Mi grupo era el quinto en ser acogido luego de la puesta en marcha del nuevo pénsum.

Personalmente estaba convencido de que mi paso por el mundo universitario sería efímero. En el mejor de los casos, si lograba mantenerme allí, le apostaba a un recorrido deslucido y sin méritos. Esa creencia me la había forjado porque todavía en la década de 1990 estaba vigente en la mentalidad de las clases popular y media cordobesa la idea de que la Universidad era un espacio a donde solo podían ir los hijos de las buenas familias y los muchachos egresados de buenos colegios.

Mi inseguridad tenía asidero en un hecho: mi recorrido académico era un territorio lleno de lagunas conceptuales monumentales. El único año completo que había hecho en la escuela primaria era el quinto. En el mundo rural, donde habité hasta los trece años, los profesores iban a matricular a los estudiantes, daban tres meses de clase y no regresaban, o bien porque el municipio dejaba de pagarles, o bien porque los trasladaban a una escuela más cercana al casco urbano.

Durante mi bachillerato, Mariano López, el profesor de Filosofía, me mandó a leer toda una serie de libros que terminaron forjando mi manera de ver el mundo. La política de Aristóteles, La república de Platón, El príncipe de Maquiavelo, El espíritu de las leyes de Montesquieu y el Contrato social de Juan Jacobo Rousseau se contaban dentro del grupo. Si hoy me considero un liberal a raja tabla y un creyente contumaz en la filosofía de los derechos humanos, se lo debo a esas lecturas que aún no he terminado de hacer.

Fue el profesor Mariano López el que un día me citó al Colegio Nacional, me hizo subir a su carro y me llevó a la Universidad. Allí me hizo un cheque por veinte mil pesos y me dijo: “Ve a inscribirte en Ciencias Sociales a ver si pasas la selección”. Ese hombre, con ese gesto, cambió el curso de mi vida. Por eso tengo con él una deuda de gratitud, que no sé aún cómo voy a pagar.

Una tía paterna, que trabajaba como secretaria en la XI Bri- gada del Ejército, me desaconsejó estudiar sociales por difícil e improductivo. “Eso solo lo estudian los que aspiran a ser guerrilleros”, espetó en mi cara la señora, en un tono mitad castrense, mitad eclesiástico. Otro tío, un policía en proceso de jubilación, me desaconsejó el proyecto porque “Al final, ¿para qué sirve un título de una universidad donde solo se enseña a la gente a pensar con la mano zurda?”, preguntó, como si no se dirigiese a nadie, en tono burlón.

Cuando llegué a la Universidad el descontento de los dos grupos que habían estrenado la reforma curricular era evidente. Desde que comenzamos a pasearnos por los pasillos del complejo de galpones, donde quedaba el salón de primíparos, los condiscípulos que iban adelante nos hicieron saber de su malestar. Según los más entendidos, la facultad estaba dando palos de ciego con el nuevo programa. Como yo no tenía muchas esperanzas de sobrevivir a la Universidad, inicialmente no me preocupé mucho por el tema. En el fondo no entendí de qué se trataba el asunto.

Pero me terminé sumando al movimiento estudiantil y ahí conocí a Hugo Paternina, a Carlos Rangel, a Elvis Espitia Milanés, a Audi Ruiz, a Felipe Díaz, a quien mataron en circunstancias que nunca fueron esclarecidas, y a Náfer Arrieta. A ese movimiento me sumé como simple ayudante. Con ellos organizamos foros a favor de la Asamblea Nacional Constituyente en algunos colegios de Montería, particularmente los nocturnos. De la mano de ese proceso me sumé a las trágicas elecciones presidenciales de 1990, donde la izquierda vio caer en menos de un mes a dos de sus figuras cimeras: Bernardo Jaramillo Ossa y Carlos Pizarro León-Gómez. El asesinato de estos dos carismáticos políticos vino a sumarse a los de otros dos candidatos pre- sidenciales que habían sido asesinados precedentemente: Jaime Pardo Leal y Luis Carlos Galán.

Conocí en la Universidad de Córdoba a los profesores Al- berto Alzate Patiño, Franklin Córdoba, Luis Carlos Raciny, Benjamín Patrilleau, William Aguirre, Lucía Luna y a otras personas que venían del movimiento ambientalista y que estaban vinculados a la institución.

Recuerdo un día, a eso de las cinco de la tarde, que me encontré con una gruesa movilización estudiantil que se había convocado de manera espontánea, luego de que un despacho de prensa de la Universidad que había sido leído en un noticiero de radio de la tarde anunciara el alza de las matrículas.

Náfer Arrieta, que tenía la costumbre de andar con un radio y escuchar noticias, informó al resto de los dirigentes estudiantiles del alza. Elvis Espitia Milanés y Audi Ruiz cogieron el megáfono, salieron al patio a informar el hecho y a convocar una manifestación. En menos de veinte minutos había más de quinientos estudiantes reunidos. Al final, las directivas de la Universidad tuvieron que derogar la medida. En el momento de los discursos para hacer el balance de la jornada, me invitaron a hablar, pero yo no quise. Como en ese momento colaboraba para un noticiero que dirigía el periodista Édgar Astudillo, lo llamé para preguntarle si podía informar al aire los hechos y él me dijo que sí. Terminé haciendo una nota en vivo desde el lugar, con la participación de dos líderes estudiantiles. La cosa dejó a todo el mundo contento. Ese evento me mostró que con cuidado yo podría al final abrirme camino en el mundo universitario.

Pero más temprano que tarde por mi actividad como dirigente gremial y como defensor de derechos humanos fui amenazado en varias oportunidades junto a otros dirigentes estudiantiles, entre ellos Jairo Torres, quien hoy se des- empeña como rector de la Universidad de Córdoba y quien fue mi compañero de banca y miembro de mi equipo de estudio durante la carrera.

El primer grupo de amenazas, que me llevó a reorientar por completo mi vida, se produjo luego de la marcha estudiantil Tunja-Bogotá en septiembre de 1996. 1996 fue un año dinámico para el estudiantado a nivel nacional. Durante 1995 y 1996 los estudiantes de la Universidad de Córdoba se habían sumado de manera protagónica al movimiento estudiantil colombiano y Córdoba era visto a nivel nacional como uno de los departamentos con uno de los movimientos estudiantiles más activos y dinámicos. Como resultado del activismo de los estudiantes nos hicimos a la responsabilidad de organizar en 1997 varios eventos estudiantiles importantes; entre ellos, el Congreso Nacional de Estudiantes de Licenciatura en Ciencias Sociales. Sin embargo, en el mes de noviembre comenzaron a circular las amenazas, las cuales se hicieron más abiertas después del estallido de dos bombas en Montería: una en la sede del Fondo Ganadero de Córdoba y otra en la sede de la Fundación para la Paz de Córdoba (Funpazcor), que era la fundación de la familia Castaño [los gestores de los prime- ros grupos paramilitares] para expropiar al campesinado de su tierra.

Las amenazas que circularon en noviembre de 1996 condujeron a la desaparición de tres personas el 20 de enero de 1997 en Montería. Como yo había venido trabajando activamente con uno de los desaparecidos en el campo de la defensa de los derechos humanos y del movimiento comunitario en los últimos meses del año, tomé la decisión de salir de Montería el 27 de enero de 1997. Pasé ese año en Bogotá, donde me dediqué a trabajar como profesor en una escuela privada.

Como no pude transferir mi carrera a ninguna de las universidades capitalinas que tenían Licenciatura en Ciencias Sociales, regresé a Montería en 1998 para terminar mis estudios universitarios cuanto antes y sin contratiempo. Tomé distancia del movimiento estudiantil. Sin embargo, en septiembre de ese año los organizadores de una red de grupos estudiantiles académicos de la Universidad me llamaron para que los asesorara en la organización. Entonces las amenazas volvieron.

En contravía de las recomendaciones que nos hicieran en la Universidad algunos directivos, tres de los que estábamos amenazados en un pasquín, Abel Fuentes, Ramón Rodríguez y yo, decidimos poner el asunto en conocimiento de los medios y la sociedad civil. Dentro de ese proceso, recurrir a la ayuda de grupos de derechos humanos locales y nacionales fue fundamental. Gracias a su orientación y colaboración pudimos reunirnos a finales del mes de marzo y a comienzo del mes de abril de ese año con el vicefiscal general de la nación de la época, con el procurador general de la nación Jaime Bernal Cuéllar, con un delegado del defensor del pueblo José Fernando Castro Caycedo, quien en atención a nuestras denuncias visitó la Universidad un mes más tarde con el ministro de Educación Germán Bula Escobar, con el responsable de Derechos Humanos del Ministerio del Interior, con un delegado del vicepresidente de la República Gustavo Bell Lemus, con el presidente de Aspu nacional y con una delegación del Alto Comisionado de los Derechos Humanos para Colombia de las Naciones Unidas.

Varias semanas más tarde, la Oficina del Alto Comisionado envió una carta al presidente de la República Andrés Pastrana Arango, con copia a varios funcionarios del gobierno colombiano y al rector de la Universidad de Córdoba, en la que se pedía protección especial para el grupo de personas amenazadas por el pasquín antes mencionado.

Sin embargo, la presión sicológica y las amenazas sobre un sector de los estudiantes no cesaron. A finales de marzo de 2000, cuando los estudiantes Carlos Julio Ramírez Badel y Mauricio Javier Hernández fueron secuestrados, me enteré por fuentes de alta credibilidad de que la orden para asesinarme había sido dada por un jefe de sicarios de Montería, que trabajaba para los grupos paramilitares. Luego de enterarme de este asunto decidí salir de la ciudad el 2 de abril de 2000. En las oficinas de Derechos Humanos del Ministerio del Interior, en la Procuraduría y en la Defensoría del Pueblo me recomendaron salir del país. Así lo hicimos al menos cinco compañeros del movimiento estudiantil. Un día que visitábamos embajadas para dar a conocer la situa- ción de violación de derechos humanos en la Universidad de Córdoba, el gobierno de Canadá nos ofreció asilo y lo acogimos.

A Canadá llegué el 12 de noviembre de 2002 a las 5:45 de la tarde en un vuelo de Mexicana de Aviación, con cinco mil pesos colombianos en el bolsillo, sin saber francés ni inglés. Mi entrada a este país se dio bajo la condición de refugiado. Llegué con una visa de residente permanente otorgada dentro del marco de un programa de protección de las Naciones Unidas, orientado a preservar la vida de los líderes sociales, defensores de derechos humanos, personal judicial y testigos en contra de jefes de bandas criminales.

Ese plan había sido ideado por las Naciones Unidas a fina- les de 1996 para hacerle frente a la calamidad humanitaria que vivía Colombia en aquel momento, ya que se había convertido en el país del mundo con mayor número de desplazados internos, 3,5 millones, y el principal productor de refugiados internacionales del continente americano.

Enoín me propone que hablemos de forma virtual. Su relato es uno sin pausas. Su voz no se detiene, no se cansa. Habla mirando fijamente la cámara del computador, agitando sus manos y explicando cada detalle para que quede claro su testimonio.

—¿Por qué los paramilitares se tomaron la Universidad, Enoín? —le pregunto.

—Montería era una ciudad de una precaria clase media burguesa a finales de la década de 1990 y los únicos actores que confluían en esa clase media de origen burgués, en esa ciudad, eran los profesores, los médicos, los abogados, las enfermeras y mucha de esa gente se había formado alrededor de los pues- tos públicos. ¿Por qué? Porque la otra gente provenía del sector rural. Yo puedo decir que era, soy originario de la clase media rural porque mis padres y mis abuelos son gente que había sido propietaria rural toda la vida, pero en mi medio rural no había personas educadas. Entonces, esa clase media burguesa emerge en Montería alrededor del magisterio, de los agrónomos y por supuesto de la Universidad de Córdoba. Increíblemente los actores conservadores y ultraconservadores que querían tomar el control de la institución no tienen las personas indicadas en el medio académico para proceder a tomársela por la vía legal, administrativa y tienen una débil conexión con la base social universitaria. Entonces vendrían las acciones que habrían de imponer las armas. Una de ellas, la visita obligatoria a Santa Fe Ralito [donde funcionaba uno de los campamentos de los paramilitares], de la cual hay varios profesores testigos.

—¿Cómo puedo contactar a Ramón? Creo que su relato me puede complementar lo escrito por Jorge Solera y tú, mientras Abel Fuentes, a quien le he escrito, acepta conversar conmigo.

—Moncho murió.

Enoín me anuncia la desaparición de otras memorias. Las historias que nos perdimos de escuchar, las verdades de los testigos que ya no están representan vacíos o quiebres en la reconstrucción de lo ocurrido.

El profesor Gonzalo Sánchez, exdirector del Centro Nacio- nal de Memoria Histórica de Colombia, investigador de la violencia en Colombia, dice que “el testimonio es el recipiente en el cual se vierten o del cual desbordan, en primer lugar, el aconteci- miento; en segundo lugar, su relación con aquel que lo ‘cuenta’ y con aquellos a los que se refiere; y en tercer lugar, la escucha que recibe el testimonio”24. La voz de Ramón sobre los acontecimientos de la Universidad es ausente y hace falta para comprender algunas referencias de lo ocurrido. Ya nunca será escuchada.


Tras conocer a Mauricio, leer a Jorge y escuchar a Enoín, leo los pensamientos que Abel Fuentes comparte en su blog personal.

Estudiantes amenazados.

Estudiantes asesinados, incluyendo a sus niños. Estudiantes exiliados.

Nombres de estudiantes que se suman a esa lista negra que elaboró la academia bruta: Marli de la Osa, Luis Alberto Bello Cavadía, Ramón Rodríguez Malvacea, Alfonso Nahar.

Constanza Bruno, la investigadora social cordobesa que me acompañó en una parte de este viaje por la memoria de la violencia en Córdoba, me cuenta que fue vecina de Abel.

—Abel era un joven inquieto, cargado de esperanza y de ilusión. Siempre lo veía con libros en el barrio donde crecimos, el Santa María, de Cereté. Esas ganas de salir adelante eran su sello personal. Un hombre combativo, de buen corazón, al que le gustaba escribir.

“Y todavía le gusta”, pienso.

—En su blog, Cancol20 escribe desde sus cicatrices, que las siento profundas —le digo a mi amiga.


Abel es egresado de Ciencias Sociales de la Universidad de Córdoba, intelectual, padre trabajador y luchador. Fue obligado a irse lejos hace veinte años; su condición de vida es la del expulsado. En el exilio las heridas permanecen siempre abiertas. De ellas supuran pensamientos que Abel convierte en prosa, versos que testimonian sus sentimientos y que publica al viento. Me decido a abordarlo por Facebook.

21 de junio de 2020

—Hola Abel. Cordial saludo. Mi nombre es Ginna Morelo, investigo sobre la violencia en Córdoba. Sobre el silencio en la guerra y los hechos de la Universidad de Córdoba. Para mí sería de enorme ayuda entrar en contacto contigo.

Se toma su tiempo...

—Yo no vivo en Colombia, no es redundancia, es aclaración. Lo aclaro porque yo he visto a mucha gente interesada en mi versión, pero todavía no he visto al primero haciendo el esfuerzo por venir a ver a un sobreviviente de la guerra en suelo extranjero.

La razón le asiste. Toco a su puerta virtual y le pido que me abra su confianza. Abel retoma el diálogo.

—Yo he leído algo sobre tu trabajo periodístico. Déjame familiarizarme más con tu interés y luego charlamos —me dice.

¿Escribir para qué? Para contar, retratar, develar, asombrar, explicar. Se escribe para permanecer en un tiempo imperfecto. Se escribe queriendo, anhelando, imaginando. Abel escribe en su blog con amor y con dolor. Siento también su indignación en los mensajes virtuales.

23 de junio del 2021

—Ginna, ¿cómo ves a la gente cuando les llegas con ese asunto de la violencia en la U?

—Algunos me hacen muchas preguntas primero. Otros me dicen que tienen miedo. Otros se sueltan a hablar de inmediato.

—¿Hay receptividad o rechazo? —Receptividad.

Vuelve a desconectarse.

3 de julio de 2020

—Hola Abel, por aquí saludándote y buscando el mejor espacio para reanudar nuestra conversación cuando lo estimes conveniente.

—En algún tiempo tuve pájaros que nunca enjaulé, pero les ponía comida donde yo sabía que ellos, cuando tuvieran hambre, viajarían a comer. No importa que uno no tenga tiempo, pero deja tus inquietudes, una a una, yo les voy dando salida de un modo u otro. Con los pájaros me funcionó, lo sé porque siempre ellos bajan a comer en su propio tiempo y espacio.

Abel se integró al movimiento estudiantil en 1994, una vez inició sus estudios de Ciencias Sociales en la Universidad de Córdoba. El movimiento lo describe como una plataforma con cuerpo y con un ideario que giraba en torno al bienestar universitario, la participación de los alumnos y la creación de políticas de educación superior de calidad.

Las luchas estudiantiles de la época estaban enmarcadas en un contexto sociohistórico complejo. A finales de los ochenta se desarmaron en Córdoba los Tangueros, un grupo criminal de derecha que también fue conocido como los Mochacabezas, dirigido por el desaparecido Fidel Castaño Gil. Carlos y Vicente, los dos hermanos que heredaron la maquinaria de guerra, le die- ron nombre y vida a las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU), más tarde Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) o simplemente paramilitares, que terminaría dirigiendo Salvatore Mancuso, monteriano, hijo de emigrantes italianos, quien hoy está extraditado.

En 1991 se firmó el desarme con la guerrilla del Ejército Popular de Liberación (EPL). De lado y lado, de la derecha y de la izquierda, la mano de obra de la guerra, por ideario o simplemente forma de vida, quedaba suelta a merced de un reciclaje del conflicto que se seguía reconfigurando en la región.

Los desarmes y los procesos de paz no detuvieron la mano criminal que actuó contra profesores y estudiantes. En 1985 mataron al profesor sindicalista José Ramón Giraldo; el 25 de febre- ro de 1985 atentaron contra el profesor Geminiano Pérez, quien huyó de Montería para salvar su vida; el 31 de marzo de 1987 asesinaron al estudiante de Licenciatura en Ciencias Sociales, Félix Sáenz Bedoya. El 11 de noviembre, también de 1988, acabaron con la vida del estudiante de Ciencias Sociales y periodista Oswaldo Regino, el papá de Pavel Regino, quien sería mi estudiante de periodismo veinte años después del crimen del periodista.

En ese momento rudo de la violencia se mantenía en pie el movimiento estudiantil en el que creyó Abel y que daba una lucha por alcanzar mayor participación en el gobierno universitario instalando un alumno en el Consejo Superior de la Universidad. El movimiento pidió cambio en los estatutos de la institución para que la elección del rector se diera por voto popular de la comunidad universitaria, y exigió romper con la tradición de la escogencia a dedo tras las componendas políticas de los gru- pos de turno que tenían el poder en el gobierno departamental del Córdoba. El grupo base que impulsó todo esto se sometió a una huelga de hambre hasta ser escuchados. Los cambios fueron aceptados y comenzaron a beneficiar a todos.

En la memoria de Abel Fuentes, que me comparte, el movimiento estudiantil no es uno en el que todos sus miembros estén de acuerdo con la transformación de la Universidad. Algunos pedían que dejara de ser un colegio grande o la “finca de los políticos” para convertirse en un motor de desarrollo del departamento. Lo único claro es que había diversos intereses porque distintas pieles comenzaban a curtirse en las luchas populares.

A ese espacio llegó Abel, un muchacho que se hizo en el movimiento campesino y que integró el movimiento estudiantil en el bachillerato. Estuvo en las juventudes liberales y fue representante de los campesinos del municipio de Ciénaga de Oro ante el consejo comunitario, así como organizador de juntas de acción comunal.

Pero yo quiero saber más de este hombre a quien conozco a través de su fotografía en El Meridiano en junio de 1996, que acompaña una noticia titulada “Conflicto: problemas sociales en la Unicórdoba”. En ella está atado a un árbol en huelga de hambre. De eso escribe en su blog, de permanecer atado a sus raíces, a sus ideales.

5 de julio de 2020

—¿Me cuentas más de tu protesta atado a un árbol, Abel?

—Yo me encuentro con los miembros del movimiento estudiantil en el debate, me invitaron a ver lo que pasaba y me gustó. Yo traía experiencia en organización campesina, juvenil. Estaba la discusión por el reglamento estudiantil. También se estaba dando la organización del movimiento estudiantil a nivel nacional, regional e internacional. En eso me centré. Aprender lo que no sabía, a identificarme con una visión de universidad al servicio de todos. Eso era nuevo para mí. Un tema apasionante: la Ley 30 de educación superior. Ley General de Educación. Extensión universitaria. Servicios. Yo me formé para eso. Cuando muchos de ellos se fueron porque se graduaron, estuve preparado para seguir trabajando por esa visión de universidad. Yo me tomé en serio mi trabajo organizativo del grupo de estudiantes con ideas políticas. Hice huelga de hambre, me colgué en una palmera exigiendo inclusión en la discusión de la acreditación de los programas de ciencias sociales. Mantuvimos a los estudiantes en asambleas. Informando de lo conveniente de ser parte de esa discusión. Propusimos hablar de paz.

—¿Cómo decidieron lo de la palmera y cuánto tiempo estuviste allí?

—Buscando estrategias para llamar y obligar a la administración a que comprendiera que la participación de los estudiantes era necesaria se me ocurrió que era hora de hacer algo más que escribir una solicitud. Había estudiantes que no querían participar en algo grande como un paro o una toma a la rectoría. Al principio fue como algo momentáneo lo de amarrarse al árbol, pero se decidió que estaría ahí hasta que resistiera. Como unas veinticuatro horas colgado. Yo no sé cuándo me bajaron. Cuando desperté estaba en la Clínica Montería. Otra gente podrá decir cómo fue eso. Bienestar universitario intervino, la Cruz Roja.

Abel tenía 22 años cuando ingresó a la Universidad de Córdoba y 27 cuando salió. Y siempre será recordado por haberse crucificado en una palmera.

Continúa escribiéndome…

—La decisión de la huelga de hambre en la palmera definió gente, cosas, y trajo nuevos retos. Alguna gente se retiró del grupo: graduándose, tomando distancia y dejando en claro que su papel terminaba o estaba dirigido a otros intereses. Se quedó en el grupo la gente que tenía claro que la universidad pública no se defendía aplaudiendo al rector, sus nóminas paralelas y sirviendo al patrón político. Había que sentar posición y eso hicimos. Nuevos estudiantes llegaron, hicimos escuela. Explicamos la problemática de la universidad pública, la participación de la gente fue libre. Como grupo de estudiantes no teníamos nada que prometer para llamar adeptos, quien lo hacía era a conciencia. Eso hace la diferencia con respecto al momento en el que yo llegué a la Universidad. El grupo parecía muy grande pero se reduce cuando se marca un límite: es la universidad, no el interés personal.

—¿Qué te inspiró para hacer todo eso, Abel?

—Me inspiraba mi vocación natural por el bienestar social. En Santa María, en la casa de mi abuela, mi madre me mostró que a la derecha estaba la Iglesia, pero a la izquierda estaba la escuela. Escuela Urbana Santa María. Hoy tiene otro nombre. “La escuela es para todos, la iglesia se construye por dentro”, dijo ella. No lo olvido. De mi abuela aprendí a gestionar. Lo que no se tiene se busca trabajando. De mi padre, la insistencia, la propuesta, el trabajo diario. Proponer una universidad al servicio de todos no era tarea fácil.

—¿Y en qué momento comenzaste a ser amenazado?

—No preciso la fecha, pero después del asesinato del pro- fesor Alberto Alzate Patiño hubo amenazas y una carta de las AUC, amenazante, llegó a nuestras manos. Esa carta que salió en El Meridiano fue la primera, no tenía mi nombre, tampoco el nombre de nadie, pero esta carta hace referencia a quienes tenemos actividad política y de oposición a la administración de la Universidad en ese momento, que era Ángel Villadiego Hernández. Esa carta sale como una advertencia de que se tomarán represalias contra el movimiento estudiantil, contra los profesores y sindicatos.

Abel me cuenta sobre el profesor Alberto Alzate Patiño, de lo que él representaba para los estudiantes.

—Alzate trabajaba en un proyecto en el que se demostraban los inconvenientes de Urrá para los indígenas, el medio ambiente y, en especial, el río Sinú. En consecuencia, Alza- te resultó asesinado. Los estudiantes protestamos fuerte contra ese asesinato. Ese asesinato nos dio la idea de hacer un foro o coincidió con un foro de derechos humanos de carácter nacional que se realizó con un renglón incluyente nuevo: la participación de los embera. Yo fui a invitarlos y ellos vinieron a poner en conocimiento de todos lo que estaba pasando y el desastre que representaba Urrá para la comunidad del Parque Nacional Paramillo. En diversas ocasiones salieron pasquines con amenazas de muerte pero sin nombre alguno. Estos pasquines se hicieron comunes en la Universidad de Córdoba hasta que aparecieron los mismos pasquines pero con los nombres y símbolos de muerte a estudiantes y profesores, incluyendo mi nombre, con una cruz negra al comienzo de cada nombre. En una entrevista que el rector Eduardo González Rada concedía a un medio noticioso dijo: “La universidad se llena de guerrilla”. Y en el fondo de la toma de la cámara de televisión estamos los estudiantes que liderábamos la oposición y la protesta en contra de la corrupción en la Universidad. Así que las amenazas fueron de diferentes formas y en diferentes ocasiones: vehículos parqueados cerca de la casa, personas en moto sin placa pasando por la calle y preguntando por el lugar de mi residencia.

—¿Conservas esos documentos, esos pasquines?

—No, no los tengo. No tenerlos es parte de tratar de sanar.


Me pasa la foto de un pajarito picoteando debajo de una mesa y me dice:

19 de julio de 2020

—Se vienen debajo de la mesa, no sucia pero llena de migas de pan. La mía es banana loaf cake, mi favorita, de Starbucks. Los pájaros se divierten, mientras uno saborea sus propias penas pasándolas con agua, o avena, pero para mí hoy: chocolate

—Esa es tu forma de contar lo que vives.

—Yo le llamo “mis miserias”. Por eso me da pena hablar de lo que ha pasado en la U.

Conversar con él es duro no solo por la distancia física, sino por el silencio anidado en él que cuando rompe remata con reflexiones que se abren como flores mañaneras. De una forma bonita, a pesar de todo.

—Estas dos semanas de julio son difíciles para mí, nos vamos a cambiar de casa y es muy duro. Me lastima. Cuando niño nos movimos mucho, de adolescente no tuve casa fija, crecí de una casa a la otra... Me preguntaste el otro día por la historia de un burro que pasearon con corbata por la Universidad. Eso lo planeamos en reuniones entre Montería y Cereté: profesores, estudiantes y otros enamorados de la idea de protestar por primera vez. Planeamos protestar contra el reeleccionismo de Eduardo González Rada. Queríamos que la protesta fuese algo no visto antes, algo distinto pero significativo. No para mí, pero para la generalidad de la gente el burro es bruto. Era brutal una reelección. Por eso el burro también podía ser rector de la Universidad, si alguien sin ideas se postula a esa posición, por qué no un burro. Entonces alquilamos un burro.

—Vi una foto que pusiste en tu Facebook. ¿Corresponde a ese momento?

—Sí, es un recorte de la fotografía original. Recuerdo que Eduardo González les daba la bienvenida a unos quinientos estudiantes de primer semestre. En ese momento se pasea al burro con una corbata y con una leyenda: “Yo también quiero ser rector”. Yo recibí el burro de manos de su dueño. Eduardo González enfureció y mandó a los vigilantes que trataron de impedir el paso del burrito muy cerca de los primíparos. Los estudiantes nuevos estaban queriendo saber qué pasaba. Algunos directivos vinieron a pedir que guardáramos cordura y respeto por Eduardo. Nosotros logramos poner el mensaje: cualquiera puede ser rector de una universidad.

—¿Y escribían sobre esas acciones o sobre lo que estaba pasando?

—Escribir era diario. Lo hacíamos en papel, en las paredes, en carteleras. ¿Te acuerdas que Shakira canta una canción en la que pregunta por los ladrones? Nosotros le contestamos, diciéndole: “Aquí están los ladrones”. Eran las paredes que van al segundo piso hasta la rectoría. Vimos al rector Eduardo González leyendo esos grafitis. Pero también los mandaba a borrar. Primero lo hicieron trabajadores afines. Después fueron grupos de estudiantes de choque, es decir estudiantes que recibían beneficios pagados bajo una figura llamada “beca trabajo”. La orden que recibían era enfrentarnos físicamente. Sacarnos de la Universidad.

—¿Durante ese tiempo la fuerza pública entró en la Universidad?

—Sí, en su función de investigación. La fuerza pública, la policía, vino después. Allanó la casa de mi papá. No recuerdo el año en que fue eso, era temporada de mangos. Mi papá me lo dijo como diez años después. Rebuscaron todos mis papeles. Mi papá me dijo que ellos buscaban algo específico, algo que me implicara con la subversión. No encontraron nada.
—¿Quiénes comenzaron a advertirte que te cuidaras?

—Esa consejería era a todo nivel. El hecho más complicado fue el del bus que secuestraron los paramilitares. Luis Alberto Bello y yo habíamos gestionado ayuda económica para ir al evento de Santa Marta. Esa tarde alguien de Aspu me llamó y dijo que la ayuda había sido aprobada. Sin embargo, nosotros no nos montamos en el bus. Mucho tiempo después Luis Alberto Bello, estudiante de Agronomía, fue asesinado en Montería con su compañera sentimental en estado de embarazo. Para entonces ya yo me encontraba exiliado en Canadá.

—¿Lo del bus fue el hecho que te empujó al exilio y a que se acallara tu voz?

—Todos tenemos algo que nos quedó de cuando mataron algo en uno. La señora del baúl antiguo, la que tú mencionas en tu historia de cuando decidiste hacerte periodista y que leí en un medio, lleva con ella eso que le quedó de su hijo asesinado en El Tomate. Pero al final, frutos amargos, cosas de su hijo que ella no podrá usar, dolor de ella que no podrá sanar. Entre los que llevamos estas cosas con nosotros es común el silencio. Somos eso: silencio que con el tiempo pareciera pasar, no nos atrevemos a romper del todo.


6 de septiembre de 2020

—Buenos días, Abel, ¿cómo estás? Llevo noches enteras sin dormir, pensando en lo duro que es vivir con el silencio. Como periodista, el silencio le ha hecho quiebres a mi alma y me empuja a querer acercarme a quienes lo entienden más y mejor, como tú.

—Cuesta contar, pero lo sigo haciendo. Entre marzo y abril de 2000 se llevó a cabo un evento en la Universidad del Magdalena sobre Red de Paz. Salí de Córdoba a participar de ese evento y no regresé más hasta septiembre de 2013. El trabajo era proponer una apertura de espacios en la academia pública universitaria para hablar de paz. Todo estaba dado para entender que había que enseñar a la gente el significado de “vivir en paz”. El movimiento estudiantil de la década de los años noventa es propositivo: propone cosas, no es solo protesta. Eso nos caracteriza, nos hace diferentes. Llegamos a Santa Marta como a las cuatro de la tarde, el evento fue interrumpido por la noticia de los estudiantes secuestrados. Luis Alberto Bello y yo llegamos solos. Un grupo enorme de estudiantes salieron a la espera y nos pusieron en manos de la Defensoría del Pueblo y de la directora de la Cruz Roja del departamento del Magdalena. Nos hicieron entender que nos protegían de quienes secuestraron el bus de la Universidad de Córdoba. En ese bus preguntaron por mí y por otros estudiantes.


19 de octubre de 2020

—Hola, Abel. Para seguir reconstruyendo la memoria, te quiero invitar a participar de un encuentro virtual y grupal con algunas de las personas que he entrevistado hasta ahora. Algunas son los miembros del Comité del Impulso de la Memoria de la Universidad de Córdoba, que han recogido parte de la memoria de lo sucedido en la institución. Ellos nos acompañarán en un sitio en Montería y el objetivo es conectarnos vía virtual con algunos de ustedes que están en Canadá. Sería de enorme valor poder contar contigo. La fecha que estamos organizando es sábado 31 de octubre a las diez de la mañana hora Colombia. La idea es que nos conectemos por plataforma. Déjame saber qué piensas.

—Haré todo lo que esté a mi alcance para llenar ese puesto.


31 de octubre de 2020 (Abel se conecta por Zoom)

—Construir opinión dentro de la Universidad fue como sufrir un gran cambio, sembramos una oportunidad para la gente decir: “Yo sueño la Universidad así, yo la quiero así, yo la busco así, yo la pinto así”, pero nos... Hubo gente, había gente que se oponía a eso y luego hoy, gente que se oponía totalmente hasta el punto de que tuvieron que contratar a una fuerza armada como es el paramilitarismo, porque fue contrato. Ellos contrataron el servicio criminal para contrarrestarnos a nosotros, nosotros simplemente llevábamos lápiz y papel, la voz, la opinión, la crítica, y de prueba está que no nos quedamos con la Universidad, Abel no está ni siquiera de profesor en la Universidad, ni siquiera estoy de profesor, no estoy en nada, Enoín no está, ninguna de la gente que luchó por esas cosas está en la Uni- versidad, o estamos muertos o estamos exiliados. Entonces, ¿quiénes mentían en ese proceso, en esos pasquines que decían que nosotros queríamos la Universidad para nosotros, que teníamos, que queríamos apoderarnos de ella? Simplemente queríamos abrirla y la abrimos, pero ellos, para contrarrestarnos, tuvieron que contratar un servicio criminal y yo quiero que se haga, que eso quede escrito en esa memoria que se está escribiendo. Lo único que me quedó de toda esta lucha es un maldito tesoro que se llama dolor.

Continuamos un diálogo esporádico en el que las cotidiani- dades de la vida, los recuerdos de la familia y las enfermedades fueron los temas de conversación con Abel, el exiliado.

13 de enero de 2021

—Está nevando y todos estamos en casa, no te cumpliré hoy esa llamada. Toca crear un tiempo. ¿Dónde estás tú? —me pregunta Abel.

—Yo estoy en Berlín. Acá estaré viviendo hasta finales de julio. Postulé y gané una beca de estancia para escribir. Así que estaré cerca de los exiliados que andan por acá, entre- vistándolos.


30 de marzo de 2021

—Si no lograste una entrevista con Eduardo González Rada [exrector de la Universidad de Córdoba] en vida, te aviso que se fue.

—Él tenía mucho miedo. De eso también escribo.


12 de mayo del 2022

—Hola Abel, soy Ginna. Estoy en el aeropuerto de Isla Victoria. Vine a cumplirte la promesa de conocernos para, juntos, seguir haciendo memoria.

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  1. Gonzalo Sánchez, Memorias, subjetividades y política. Ensayos sobre un país que se niega a dejar la guerra, Bogotá: Editorial Planeta, 2019. 

Capítulo 6: La placita de Marx

Cuando comenzó el nuevo milenio, una noche acepté la invitación de un par de estudiantes que pintaban un grafiti en la pared externa de la cafetería: “La U, territorio libre... Juco [Juventudes Comunistas]”. Una frase, unas palabras venidas de adentro.

A la mañana siguiente regresé al mismo sitio y las paredes lucían blancas. La asepsia comunicaba prohibición. Los autores del grafiti me confirmaron que ellos pintaban para protestar contra la corrupción y una cuadrilla fantasma llegaba por la noche a borrar con pintura blanca lo que habían hecho.

El profesor Hugo Iguarán Cote me dijo en enero de 2000 que la Universidad de Córdoba no era un lugar seguro.

Iguarán era un guajiro de formas fuertes. Su tono de voz era seco, severo. Su presencia infundía cierto temor mezclado con respeto. Por lo menos eso percibía yo, de niña, cuando él llegaba a visitar a tres de sus hijos que vivían al lado de mi casa paterna. Su camioneta gigante la parqueaba en la calle sin asfaltar del barrio Los Laureles de Montería. Se bajaba sin saludar e ingresaba a la “fortaleza”, como llamábamos a su casa los vecinos que jugábamos en ella al escondío, cuando el profesor Iguarán no estaba. Lo vi en la Universidad, muchos años después, en 1994, cuando tuve la intención de estudiar Ciencias Sociales tras regresar de Barranquilla, donde me formé como periodista.

Los estudiantes del profesor Iguarán lo respetaban y admiraban. Denunció la corrupción en la Universidad de Córdoba, la única institución pública de educación superior de la región. La investidura de sindicalista, miembro de la Asociación de Profesores Universitarios (Aspu), le sirvió para levantar la voz y exigirle transparencia al grupo político que manejaba los hilos del poder en el alma mater: Mayorías Liberales, dirigido por el entonces senador Juan Manuel López Cabrales. El mismo político que gestionó el crecimiento presupuestal de la Universidad.

El profesor Hugo se paseaba por los medios de comunicación de la ciudad con unos archivos que daban cuenta de la forma inquietante como se manejaba el presupuesto de la segunda entidad oficial con más recursos públicos en todo Córdoba. La Universidad era y sigue siendo un lugar apetecido y un fortín político.

—¿Tiene miedo? —le pregunté al profesor Hugo un día de enero de 2000.

Me pasó la mano por la cabeza como lo hizo un par de veces cuando era una niña y me encontraba jugando en la fortaleza.

—Hay que guerrearla, periodista —me dijo.

—¿Pero, vale la pena? —le insistí. No quería dejarlo ir. Pocas personas en Córdoba se atrevían a disentir públicamente del modelo de gobierno, de la corrupción y del paramilitarismo. Él estaba entre esos pocos.

—Por lo mismo por lo que te hiciste periodista yo me hice profesor, y ahora quiero ser rector. Todos los convencidos buscamos lo mismo. ¿No crees? Buscamos la verdad —me reiteró.

El 5 de mayo de 2000 el diario El Universal publicó una nota sobre Hugo Iguarán Cotes en la que decía de forma vehemente:

“No me atemoricé por las posturas imperiales de quienes han usufructuado la Universidad, convirtiéndola en el feudo del más refinado clientelismo”.

Escribí en mi libreta todo lo que recordé del profesor Iguarán. Todavía conservo ese cuaderno. Era entonces una chica aprendiendo a hacer periodismo en un territorio enrevesado por el narcotráfico, los paramilitares, la guerrilla, la élite política y económica, y los ciudadanos silenciados muertos de miedo.

Hugo Iguarán me dijo que me esperaba en la Universidad, por eso volví a ella repetidas veces a partir de ese año.

Una profesora de la Universidad de Córdoba me invitó a asistir a una de sus clases, para que comprendiera lo que ella sentía. En el salón el aire era fuego y parecía haber devorado las lenguas de los más locuaces.

—En mi clase nadie pregunta ni participa —me dijo previamente. Y lo pude comprobar.

Al terminar a las siete de la noche, la profesora caminaba una distancia de ochocientos metros para abordar su vehículo, y lo hacía rauda, como si le pisaran los talones.

Otra docente, también amiga, renunció a su nombramiento de tiempo completo y se fue a una universidad privada.

—Pierdo más si me quedo... Estoy perdiendo mi tranquilidad —me contó.

La Universidad de Córdoba era un campo minado por el paramilitarismo. El milenio había comenzado para ella con sangre. El 13 de marzo de 2000 varios miembros del movimiento estudiantil le pusieron una corbata a un burro para simular la corrupción en la institución, lo pasearon por los patios y días después fueron amenazados de muerte. El 19 del mismo mes asesinaron al estudiante de Licenciatura en Ciencias Sociales y aficionado a la fotografía Pedro Manotas. Dicen que inocente- mente tomó unas fotos en las que quedaron retratadas personas peligrosas, pero nadie confirma o desmiente esa versión. El 28 de marzo los paramilitares retuvieron un bus con 37 estudiantes de la Universidad y secuestraron a dos de ellos: Carlos Julio Ramírez y Mauricio Javier Hernández. El bus, rumbo a la ciudad de Santa Marta, transportaba a los alumnos que iban a participar de un congreso de paz. El 2 de abril asesinaron al estudiante de acuicultura Eduardo Enrique Hernández y el 10 del mismo mes mataron al profesor de geografía, James Antonio Pérez Chimá, quien acostumbraba a reunir a sus estudiantes en los alrededores de la placita de Marx.

Pero la escalada contra la Universidad de Córdoba había comenzado realmente desde finales de los años ochenta con el asesinato de Félix Sáenz Bedoya, apodado el Pance, estudiante de Licenciatura en Ciencias Sociales; el atentado al profesor Geminiano Pérez y el crimen del periodista y también estudiante de Ciencias Sociales Osvaldo Regino, quien denunció en su espacio radial el acaparamiento de tierras de la mano del narcotráfico.

En los años noventa fueron masacrados los profesores Francisco Aguilar Madera, el 6 de enero de 1995; Alberto Alzate Patiño, el 11 de julio de 1996, y Misael Díaz Urzola, el 26 de mayo de 1998. Alzate y Díaz fueron los investigadores de los impactos ambientales de la hidroeléctrica de Urrá. Esa década nefasta será recordada también por el secuestro de tres estudiantes de Ingeniería Agronómica, Rogelio Rodríguez, John Peláez y José Luis Monsalve, cuyos restos aparecerían en el alto San Jorge de Córdoba con signos de tortura. Todo el movimiento estudiantil fue amenazado a finales de esa década.

Los crímenes contra profesores, estudiantes y sindicalistas no eran hechos aislados, pero nadie hablaba de ellos en la calle, ni mucho menos se relacionaban con el paramilitarismo. El 18 de abril de 2000 se confirmaría quién estaba detrás de las acciones violentas, cuando fueron liberados los estudiantes Carlos Julio Ramírez y Mauricio Javier Hernández. Los paramilitares enviaron con ellos un comunicado en el que anunciaron la toma de la Universidad. El documento estaba firmado por las Autodefensas de la Universidad de Córdoba (Aunicor). Desde ese momento las cosas tomaron un giro aún más insospechado.

El 2 de septiembre, los paramilitares secuestraron al rector de la institución, Eduardo González Rada, quien aspiraba a ser reelegido. ¡Declinó! Busqué al rector González Rada, quise preguntarle sobre su secuestro, pero por teléfono me dijo que no se me ocurriera ir a su casa.

—Me tienen vigilado, si ven a un periodista por aquí, a mí o a mi familia nos pueden hacer daño —me dijo.

Eduardo González Rada murió en 2021. Fue profesor de matemáticas en varios colegios de Montería, fue docente de mis hijos en el Gimnasio Vallegrande, era amigo de mi familia y jugaba dominó con varios tíos y mi papá. Era un tipo divertido, “mamador de gallo”, como decimos en el Caribe. Desde que asumió la rectoría de la institución de educación superior, la sonrisa se le borró del rostro y cambió la tranquilidad por una corbata que lucía aun en los meses más calurosos de una ciudad que hierve a orillas del río Sinú.

La seguidilla de crímenes en 2000 advirtió que la toma no acabaría hasta alcanzar un propósito que nadie intuía. El 12 de mayo de ese año atentaron contra la vida del profesor Hugo Iguarán, quien había manifestado su interés de aspirar a las elecciones de rector. El 17 de mayo mataron a la estudiante Sheyla Olascoaga. El 22 de mayo asesinaron a la integrante del movimiento estudiantil Marly de la Ossa Quiñonez, quien estaba embarazada.

Finalmente sucedió lo que muchos temían. El 10 de septiembre, Hugo Iguarán no se pudo salvar de un segundo atentado ocurrido en el barrio Villa del Río de Montería. Ese crimen sucedió en la casa de quien acababa de ser elegido rector, Víctor Hugo Hernández Pérez, en medio de un clima confuso de amenazas y advertencias.

La fortaleza, la casa en la que jugué con los hijos del profesor Hugo en el barrio Los Laureles cuando éramos unos niños, se tornó gris. Por muchos años no volví a escuchar las risas de mis amigos.

En las calles de Montería se comentaban las acciones de los paracos, como se les decía a los paramilitares, en voz baja. Nadie hablaba abiertamente de lo que estaba ocurriendo en la Universidad de Córdoba. En la prensa local se contaron los crímenes como la estadística del horror. Se configuraba en la región la toma de la U.

Profesores, trabajadores y directivos de la institución fue- ron obligados a asistir a reuniones con la cúpula del paramilitarismo en Santa Fe Ralito, un pueblo del sur de Córdoba, en las faldas del Parque Natural Paramillo, la tierra usurpada a los embera katíos donde se construyó la represa de Urrá. En ese pueblo se instaló un comando armado de las autodefensas. En esas reuniones intimidatorias su comandante, Salvatore Mancuso, ordenó un cambio de estatutos para elegir al nuevo rector. A Víctor Hugo Hernández lo sacaron del camino después de que los paramilitares precipitaron su elección a punta de intimida- ciones y componendas.

A partir de ese momento fueron nombrados en importantes cargos directivos y administrativos de la Universidad nuevas personas afines a las autodefensas. “Mancuso no solo designó a un amigo en la rectoría, sino que también efectuó una distribución de la burocracia”25.

Busqué a los profesores testigos de las reuniones en Santa Fe Ralito. Las oficinas del sindicato de profesores universitarios eran tan reducidas que hablar en voz baja no tenía caso. Pregunté por el profesor Jesús Amaranto. Por encima de las páginas de un periódico extendido entre brazos morenos asomó su cabeza.

—Soy yo a quien buscas.

El profesor Amaranto se levantó de la silla en la que estaba y me dijo que pasara a otro cuarto más reducido y cerró la puerta. En el espacio hacía falta aire, o me hacía falta a mí.
—Soy periodista y quiero reconstruir la memoria de lo que aquí ocurre —le dije.

Jesús Amaranto enderezó su espalda, se quitó la gorra tipo boina color beige y fue enfático:

—Aún no es tiempo.

La estadística de la muerte que relatan los sobrevivientes ocupó múltiples veces los titulares de los medios de comunica- ción durante los primeros diez años del nuevo mileno, tiempo en que también se dio el proceso de negociación de las autodefensas con el gobierno del presidente Álvaro Uribe Vélez y la posterior desmovilización de los grupos entre 2004 y 2006. La expectativa porque se reconocieran los crímenes contra la Universidad ante la justicia comenzó a crecer. En octubre de 2006, las organiza- ciones de profesores y jubilados asistieron a la convocatoria de las víctimas que hizo la Fiscalía, y en ese espacio denunciaron la impunidad de la justicia frente a los crímenes de profesores, estudiantes y sindicalistas, cometidos por el paramilitarismo en- tre 1995 y 2004, según lo publicó El Meridiano de Córdoba el 24 de octubre de 2006.

Tras el confuso proceso de negociación y desmovilización de los paramilitares, representantes de los distintos estamentos de la Universidad de Córdoba, profesores, estudiantes, trabajadores y pensionados, comenzaron a pensar estratégicamente cómo actuar tras el baño de sangre que habían atestiguado y del que habían sido víctimas.

En 2008 iniciaron un proceso ante la justicia y el gobierno nacional para que fueran resarcidos sus derechos, porque inclu- so las convenciones colectivas que habían ganado con los años las perdieron a partir de que Claudio Sánchez Parra llegó a la rectoría de la Universidad de Córdoba tras ser elegido por el Consejo Superior de la Universidad el 18 de junio de 2003, en reemplazo de Víctor Hugo Hernández.

Los hechos que se configuraban en la región se conocieron a nivel nacional cuando el entonces congresista Gustavo Petro los reveló en el Congreso de la República. Habló de las amenazas a profesores, de las reuniones a las que los obligaron a asistir en Santa Fe Ralito, aportó grabaciones que daban cuenta de ello y sostuvo que Claudio Sánchez Parra26 también estuvo en esos encuentros y que allí fue presentado por Mancuso como el rector a elegir tras la sospechosa dimisión de Víctor Hugo Hernández Pérez, elegido en el año de la toma (2000). Con el tiempo, Her- nández Pérez fue condenado por el crimen del profesor Hugo Iguarán Cotes en septiembre de 2010.

Por ese entonces estuve en una cárcel en Barranquilla entrevistando a un paramilitar desmovilizado que se hacía llamar Walter, quien aseguraba que los testigos en el caso del crimen de Hugo Iguarán Cotes habían sido comprados y que faltaba mucho por contar sobre la toma de la Universidad, pero cuando quise hacer una segunda entrevista con él, el Instituto Nacional Penitenciario (Inpec) no me concedió el permiso para entrar al penal.

Fui en busca del fiscal en Sincelejo que llevaba una parte del proceso y me pidió cinco millones de pesos a cambio de entregarme una caja con los expedientes sobre la investigación de los crímenes en la Universidad, que cargaba en el baúl de su carro. No accedí. Meses después el fiscal fue despedido de la entidad y nunca más volví a saber de él.

Busqué al profesor de la Universidad de Córdoba Manuel Cortina, quien había estado un tiempo resguardado en Venezuela, tras ser amenazado. Me pasó un documento que había escrito, pero no accedió a entrevistas. Busqué a otros testigos que no puedo mencionar aquí porque me han pedido no ser relacionados con los hechos. El miedo los paralizaba y todavía lo sienten en el cuerpo cuando nos encontramos por casualidad en las calles de Montería.

En 2012 contacté al exrector Víctor Hugo Hernández Pérez, quien era y sigue siendo reo ausente y me dijo que me contaría todo lo que había pasado en la Universidad. Sin pensarlo, le pedí ayuda a la directora del medio Verdad Abierta María Teresa Ronderos para ir hasta Ciudad de Panamá e intentar hacer la entrevista27. En el aeropuerto de Tocumen fui recogida por un sujeto en una camioneta grande negra. Por el retrovisor vi cuando de la silla de atrás se levantó la cabeza de un hombre que apenas si reconocí. Víctor Hugo Hernández Pérez se veía hinchado, enfermo, tenía una sonrisa nerviosa y las manos temblorosas. Me contó su versión de los hechos. Su historia tan solo es su fragmento de lo que pasó con la toma de la Universidad de Córdoba, pero su verdad no es aceptada por la justicia ni por varios miembros de los sindicatos de la Universidad de Córdoba.

Ese día me planteé la hipótesis de que la violencia desatada por los paramilitares no solo buscaba quedarse con el control político y económico de la institución, sino que pretendía algo mucho más profundo: matar el pensamiento crítico e instalar una nueva forma de “educar-domesticar” a la región. Sentí náuseas y quise salir corriendo del hotel de mala muerte, ubicado en el sector lúgubre de Ciudad de Panamá, en el que había hecho la entrevista.

—No le recomiendo que ande sola por aquí. A una mujer le puede pasar cualquier cosa en este lugar —me dijo la recepcionista.

Llamé a la medianoche a un amigo, periodista de investigación, para que me recogiera.

Llegó un par de horas después diciéndome que meterse en una zona como esa sin establecer previamente una red de apoyo en Ciudad de Panamá no había sido inteligente.

El tiempo que habría de venir no sería el mejor para mí. Un día retuvieron a una prima que se parecía mucho a mí y la amenazaron. Me fui a Bogotá en septiembre de 2013. Nunca supe de dónde venían las amenazas. Me mantenían angustiada, silenciosa y triste. La violencia de Córdoba es inabarcable, por eso decidí retomar el tema en el año de la pandemia, pero desde otra orilla, para analizar lo que el silencio le deja a una tierra de sangre. Sigo en ello.


Los tonos, estilos y texturas de ese silencio construido alrededor de los crímenes contra los intelectuales del departamento de Córdoba fue lo que me hizo regresar en 2020 hasta donde Serafín Velásquez, el guardián de la memoria.

—Solo con la distancia es posible abordar un tema sobre el que parece estar dicho todo ante la justicia, pero no ante la sociedad —me dijo cuando me volvió a recibir en su casa para orientarme.

—Voy a retomar las entrevistas. El profesor Amaranto me dijo hace años que no era tiempo. Quizá ya lo sea.

Y en efecto, esa distancia que tomó el profesor Amaranto trece años atrás la rompió a finales de 2020. Entonces me relató:

Mancuso, cuando estuvimos por allá en Santa Fe Ralito, el 16 de diciembre de 2001. Nos dijo: “Nos cansamos de hacer mandados y decidimos tomarnos el control de la Universidad. Yo ya llamé uno por uno, a cada uno de los miembros del Consejo Superior y les dije por quién había que votar. Entonces, hay que votar por quien obtuvo más votaciones [sic], no por el que escoja el Consejo Superior”.

Mira, la gente no iba al sindicato con tal de que no le dijeran que era de oposición, que era guerrillo. Y la vaina fue tan dura, con decirte que después que nosotros bajamos de allá, de Santa Fe Ralito en marzo de 2003, hicimos una asamblea general donde se planteaba que había que rene- gociar las convenciones y entre nosotros había una veedora que nos mandaron de allá arriba. La vieja tenía una pistola en la pretina....

En la memoria del profesor Amaranto están frescos muchos recuerdos. Uno de ellos la reunión en la que el Consejo Superior sepultó la intención de aprobar la creación del programa académico de Filosofía.

Un consejero se paró y dijo: “Los que estén de acuerdo conmigo en que no se debe crear el programa de Filosofía porque eso es para crear guerrilleros en el interior de la Universidad, que levanten el brazo”. Levantaron ocho. Se abstuvo uno solo.

Eso me llevó a solicitar las actas del Consejo Superior de la Universidad de Córdoba, pero la respuesta ha quedado enmarañada en la burocracia.

En enero de 2022 le pedí al profesor Serafín que me acompañara nuevamente a la Universidad. La encontramos solitaria ya que la pandemia había instalado la formación en remoto.

Recorrimos los pasillos de Ciencias Sociales, la placita de Karl Marx, donde está un busto del pensador alemán, el único monumento que representaba a la izquierda y que sobrevivió a la toma paramilitar.

—Ese era el sitio donde se reunía el profesor Chimá con sus estudiantes. Era el preferido por estudiantes y profesores que protestaron contra lo que creían equivocado en la Universidad y que terminaron muertos, exiliados o silenciados. Pero tantos años después ellos se comienzan a abrir —me dijo Serafín—. ¿Ya te acercaste a alguno de ellos?


Una egresada del programa de Ciencias Sociales de la Universidad, quien fuera alumna del profesor James Pérez Chimá, justamente concedió una entrevista sobre la forma como ella vivió la toma paramilitar, pero pidió mantener su nombre en reserva. Ella comenzó el relato sin necesidad de una primera pregunta.

—En la placita de Marx se reunían todos los estudiantes de Sociales a hacer tertulias. Yo siempre los veía en grupo, con sus mochilas, hablando. En el 94 o en el 95, que fueron las primeras prácticas, siempre veía ahí a los estudiantes invitándonos a luchar por la defensa de la educación pública, por los beneficios de los estudiantes. Se juntaban los grupos de prácticas de Ciencias Sociales, uno de ellos liderado por el profesor James Pérez Chimá.
—¿Y qué curso te dio el profesor Chimá?

—Él nos dio en quinto semestre Geografía. Geografía de las áreas industrializadas. Y creo que también nos daba Geografía Urbana. Siempre nos mandaba leer La geografía: un arma para la guerra.

—¿Qué recuerdas de sus clases?
—Decía qué la geografía era una estrategia esencial para tener ventaja sobre otros territorios. Y que era importante que hubiera geógrafos en todos los gobiernos.
—Cuando entraste a estudiar a la Universidad, ¿quién era el rector?

—Ángel Villadiego Hernández.

—¿Y saliste con...?

—Eduardo González Rada.

—¿Qué diferencia hubo entre las dos administraciones?

—Cuando Ángel Villadiego hubo más terror. Hubo una cantidad de muertos, de estudiantes que yo me acuerdo. Hubo más amenazas de profesores que se fueron...
—Estudiaste cuando se dio la crisis energética que cambió la hora en el país durante el gobierno de César Gaviria[^28]. Se adelantó el reloj una hora. ¿Eso cómo impactó los estudios en la Universidad?

—Hubo mucho miedo a quedar en plena oscuridad. A mí el temor que me daba era que nos vinieran a rociar, que nos mataran. Una vez que me quedé hasta tarde y le dijimos al profe que si nos podía revisar el trabajo. “Bueno, la espero a las nueve de la noche en el cubículo”. El cubículo de él quedaba por los bloques nuevos. Y allá lo encontramos a él solo y pensábamos qué tal que a este señor lleguen a matarlo.

—O sea, que ya estaba instalado el miedo de que a los profesores los mataran.
—Sí, claro, había amenazas.

—¿Cómo era la conexión de los estudiantes y profesores con el entorno cordobés? ¿Qué hacían en las prácticas universitarias?

—Recogíamos datos estadísticos, hacíamos encuestas. Por ejemplo, íbamos a Moñitos [municipio costanero de Córdoba], ocho días allá, e identificábamos las condiciones de vida de la población.

—¿Quién lideraba las prácticas de campo en ese momento?

—Estaban los profesores Patrillou, Líder Cudris, Doris Doria. Una vez nos fuimos a San Benito Abad [departamento de Sucre] a mirar el componente religioso y el componente pagano. Duramos allá quince días. Ocho días antes de las fiestas y ocho días después.

—¿Y fueron a prácticas en el sur del departamento de Córdoba?

—Claro, te voy a decir una cosa, fuimos a pueblos que estaban en dominios paramilitares y otros bajo influencia de la guerrilla.

—Y, ¿quién los llevó hasta allá?

—La seño Doris Doria.

—¿Por qué crees que los profesores los llevaban hasta allá?

—Para conocer la parte geográfica, el contexto social. Duramos dos horas lancha arriba [ciénaga de Ayapel], esa parte que se llama Cecilia y otra que se llama Jegua. Cuando nosotros llegamos a ese pueblo casi no había gente, la iglesia estaba hecha puro hueco, huecos de fusil y de granada. Esa iglesia abandonada y toda sucia de caca de pájaros y de palomas, y los santos sucios. Daba era miedo. Un pueblo fantasma. Ese es Jegua, íbamos para un cementerio indígena. Y después llegaron unos tipos a caballo, y los profesores yo no sé qué les dirían.

—¿Y qué advertencias les hacían los profesores a ustedes?
—Que se tomaran fotos pero si lo permitían las personas. Después fuimos a un cementerio indígena que había por ahí.

—¿Y qué hacían con todo eso que recogían?

—Informes y los entregábamos a los profesores.

—¿Y qué otra práctica de campo recuerdas?

—Fuimos a Ayapel ocho días también.

—¿Algunas fueron con el estudiante Enoín Humánez, hoy exiliado?

—Sí. Esa fue la práctica que era en el nevado del Ruiz, Puerto Salgar y Puerto Boyacá. Nosotros no lo queríamos con nosotros porque sabíamos que Enoín estaba amenazado.
—¿Cómo recuerdas a Enoín?

—Una persona respetuosa.

—¿Cómo amenazaban a los estudiantes?

—Por medio de panfletos, amenazas y voces también.

—¿En los baños alguna vez viste listas de personas?

—En los baños decía muerte a los sapos.

—¿Qué hacía la administración de la Universidad frente a toda esa zozobra?

—No ofrecía garantías. Los profesores estaban desprotegidos. El profesor James Pérez estaba desprotegido. Cómo es posible que se reuniera con estudiantes sabiendo que estaba bajo amenazas.

—¿Y cómo se pronunciaban los estudiantes? ¿Recuerdas algún acto simbólico?

—Hicimos varias cartas pidiendo que no se retirara el profesor, que hubiera garantías, que le pusieran guardaespaldas.

—Después del crimen de James Pérez Chimá, ¿qué se escuchaba en el campus?

—Decían que era colaborador de la guerrilla, que tuvo participación en la bomba de la CVS [el edificio donde funciona la Federación de Ganaderos de Córdoba y la Corporación Autónoma Ambiental de los Valles del Sinú y San Jorge sufrió un atenta- do en diciembre de 199629.

—Cuando ocurrió lo de las bombas en Montería, ¿qué se decía en la Universidad de Córdoba?

—Se oían rumores de que donde se planeaban las bombas era en la Universidad. Y esas eran las advertencias de mi mamá, que tuviera cuidado.

—¿En algún momento debiste cuidar tus palabras, silenciarte en la Universidad?

—Sí, claro, porque uno no sabía con quién hablaba. Si era malo o era bueno. No estaba segura y no podía opinar al respecto.

—¿Por qué crees que los paramilitares se ensañaron contra profesores y estudiantes críticos?

—Porque profesores y estudiantes denunciaron las irregularidades, las malas prácticas.

El silencio, como pausa cargada de intención30 supone formas complejas que dentro de los cuerpos se transforman y se fijan. Víctimas del evento histórico conocido como la toma paramilitar a la Universidad de Córdoba han permitido conocer lo que se anida dentro de los cuerpos sometidos al silencio: discursos cercanos al olvido, cargados de dolor y de incomprensión; memorias subterráneas que emergen aun en el miedo.

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  1. Gloria Isabel Ocampo, Poderes regionales, clientelismo y Estado. Etnografías del poder y la política en Córdoba, Colombia, Bogotá: Odecofi - Cinep - Ediciones Antropos, 1999.  

  2. “Petro denuncia que rector de Universidad de Córdoba es paramilitar”, Verdad Abierta, 2008. Recuperado de: https://verdadabierta.com/me-fugue-para-salvar-mi-vida-ex-rector-
    de-la-universidad-de-cordoba/.  

  3. “‘Me fugué para salvar mi vida’: exrector de la Universidad de Córdoba”, Verdad Abierta, 2013. Recuperado de: https://verdadabierta.com/me-fugue-para-salvar-mi-vida-exrector-
    de-la-universidad-de-cordoba/. 

  4. “Bombas dejan en Montería 4 muertos”, El Tiempo, 18 de diciembre de 1996. Recuperado de: https://www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-652743.  

  5. Pardo, C. (2002). “Las formas del silencio”. Recuperado de: http://www.periodismo.
    undav.edu.ar/asignatura_lic/cs215_radio_2/material/las_formas_del_silencio-carmen_salgado.pdf 

Capítulo 7: Exhumar la memoria

— Mi nombre es Camilo Iguarán, soy ingeniero agrónomo egresado de la Universidad de Córdoba, tengo una maestría en Ciencias Ambientales. Actualmente trabajo en la Universidad. Estoy aquí porque soy hijo del doctor Hugo Iguarán, quien fue asesinado el 10 de septiembre de 2000 por un grupo al margen de la ley. De entrada quiero pedirles disculpas a Julio, al profe Serafín y al profesor Sergio porque prácticamente me he mantenido al margen del proceso de reconciliación y de reconocimiento de víctimas y de reparación, porque creo que el Estado no está en la capacidad ni siquiera de garantizar la reparación, la no repetición de los hechos a los familiares de las víctimas. Por eso me he mantenido al margen, prácticamente el silencio es mi mecanismo de defensa.

Así comenzó su relato el 31 de octubre de 2021 Camilo Iguarán en el lugar que escogimos para realizar el encuentro con la memoria. A un kiosco de palma rodeado de naturaleza, ubicado en la vía al aeropuerto de Montería, fueron llegando los testigos y familiares de las víctimas de la toma paramilitar de la Universidad.

A Camilo lo conozco desde niño. Su mirada directa y su voz seca lo caracterizan. Me recuerda mucho a su padre, a quien conocí de niña y volví a ver cuando era profesor, sindicalista y candidato a rector de la Universidad de Córdoba en 2000. El hijo habla de su padre con amor y con tristeza.

—Mi papá hizo el bachillerato en Riohacha. Ahí mostró cualidades como buen estudiante y se vino a estudiar a la Universidad de Córdoba, donde se graduó como ingeniero agrónomo. En su época de estudiante fue el primer representante de los estudiantes escogido de forma democrática ante el Consejo Superior, fue docente de la Universidad, pasó por varios cargos administrativos, fue decano de la Facultad de Ciencias Agrícolas y fue el primer decano escogido democráticamente. Hizo una especialización en Genética Vegetal en Argentina, hizo una maestría en Diseño de Experimentos, eso era en la Nacional en Bogotá, tuve la fortuna de tenerlo como profesor, excelente docente; como papá excelente papá; muy buen consejero.

Camilo nos cuenta sobre las amenazas contra Hugo Iguarán31, que resume en una frase:
—El único día que mi papá salió de la casa fue a la casa de Víctor Hugo y ese día lo mataron.

Se refiere a Víctor Hugo Hernández, el rector que solo duró poco más de un año en el cargo y que fue condenado por el crimen de su padre.

Camilo es un joven de pocas palabras, a quien las ganas de conversar se le acaban más rápido cuando tiene que referirse al dolor de su familia, al vacío que dejó el crimen de su padre. Se resguarda en ese silencio que mencionó al comienzo de su intervención, dándoles paso a las otras voces que ese sábado se acompañaron y escucharon.

Nancy Gómez tomó el micrófono y habló entre sollozos. Es la viuda de Francisco Aguilar, profesor de Veterinaria de la Universidad de Córdoba, asesinado el 6 de enero de 1995. Aguilar era sindicalista, miembro de la Asociación de Profesores Universitarios (Aspu). Su crimen ocurrió un año después de que fueran conformadas las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá. Quince años después, Salvatore Mancuso, comandante desmovilizado de ese grupo paramilitar, reconoció ese y otros crímenes de docentes de la institución de educación superior.

Francisco Aguilar salió de Chimá, zona rural de Córdoba, a estudiar en la universidad de la región. Ganó una beca y se terminó de formar en Alemania, donde permaneció entre 1981 y 1983. Luego regresó a Córdoba a trabajar con las comunidades indígenas zenú. Su viuda respira, se seca las lágrimas, levanta la frente y dice:

—Mi nombre es Nancy Gómez Buelvas, soy maestra del departamento de Córdoba, licenciada en preescolar. Mi esposo, como profesor de la Universidad de Córdoba, trabajaba con las comunidades en proyectos de extensión en territorios indígenas. Nunca pensamos que eso era un pecado.

Nancy aceptó hablar. Otras mujeres que perdieron a sus familiares en el ataque frontal del paramilitarismo contra el alma mater no accedieron a ir al espacio. Muchas de las viudas, hermanas e hijas de las víctimas de la violencia paramilitar, a quienes invité a reconstruir la memoria, no quieren volver al pasado. En algunas de ellas se quedó a vivir el miedo. Hicieron del silencio impuesto religión. A otras les es imposible nombrar lo que no tiene nombre. Pocas aceptan irrumpir ese estado de calma aparente, como sí lo hizo Nancy, quien acudió al encuentro y pudo hablarles a profesores, estudiantes y trabajadores que, como ella, resisten.

La violencia cordobesa es difícil de relatar porque sigue dando miedo. Un profesor, quien pidió reserva de su nombre, compartió su relato sobrecogedor durante el encuentro. Enfático dijo que jamás tuvo una juventud tranquila.

—Todos los días sacaban a una persona de su casa. Muy duro, uno no sabía si la mamá, los hermanos al día siguiente iban a estar. Cuando llegué a la Universidad de Córdoba en el primer semestre mataron a un profesor de Veterinaria, Julio Cuervo. Da la casualidad de que a él lo matan en la calle 39 con Quinta. Yo me bajaba del bus en una cuadra cercana de donde salieron los tiros. Después viene el asesinato del profesor Alzate, que fue mi profesor. Era una persona que tenía un conocimiento casi que detallado del Alto Sinú y de la situación social. Fue un profesor que influenció mucho a los estudiantes, los inspiró. Era una persona con una sabiduría impresionante. Y mataron al doctor Hugo Iguarán que también fue mi profesor; y a Misael Díaz Urzola, que también fue mi profesor.

El relato del horror sobrepasó todas las dimensiones huma- nas, secuestró la palabra, aprisionó los sentimientos, ahogó in- cluso el llanto público, como lo relató la profesora de Inglés, Alba Lacharme, cuando de forma virtual se conectó al encuentro y re- sumió que pocos eran los compañeros que incluso se atrevían a ir a los sepelios de los caídos. En ese tiempo se asumía prohibido solidarizarse con los familiares de las víctimas, porque se corría el riesgo de ser estigmatizado. A pesar de eso, ella y contadas profesoras de la Universidad de Córdoba se atrevieron a acompañar, por ejemplo, el sepelio del profesor Misael Díaz Urzola.

—Pocas personas asistimos al sepelio de Misael. La profesora Gloria Mercado, quien actualmente trabaja en Patio Bonito, y mi persona iniciamos el trayecto del sepelio del profesor Misael, de su casa a la iglesia María Auxiliadora. Nos intimidaban y nos decían, “Mire, ustedes son mujeres ¿por qué están metidas en eso?, ¿por qué están acompañando? Mire que las van a vincular a muchas cosas”.

Para Alba estaba claro que la solidaridad no podía escurrir- se entre los hilos de sangre que mancharon a Córdoba y que la privaron de tener como compañeros a sus estudiantes y como pensadores de la academia a grandes maestros.

—Yo llego al salón de clase, me encuentro unas coronitas de flores con un puñito de sal en cada pupitre, en cada escritorio. La señora que estaba haciendo el aseo vino y me llamó y me dijo: “Profe Alba, venga a ver esto”, y yo le dije: “Deje eso ahí quietecito, no mueva nada”. Nos asustamos, nos impresionamos muchísimo. En ese momento esas coronitas querían mandar un mensaje para los alumnos nuestros.

Alba Lacharme nos mira a través de una cámara de video mientras comparte sus recuerdos. Su voz está cansada, ella está enferma. Toma aire y continúa.

—¿Qué observamos después de eso? Que empezó la matanza de nuestros estudiantes y con tristeza vi cómo mes a mes iban siendo asesinados mis alumnos. Yo estaba preocupada por toda esa situación. También nos enteramos de que en los baños del edificio aparecían los listados tanto de profesores como de alumnos que iban a ser asesinados. Me sentí bastante intimidada.

Sus recuerdos también cuentan la anécdota que vivió con el profesor de Geografía James Pérez Chimá.

—Conocí al profesor James Pérez, por eso hablo con propiedad. El profesor, una vez, se acercó a mí y me dijo, “Profesora Alba, yo le voy a pedir un favor, yo necesito que usted cambie su horario de clase conmigo con el fin de que yo entre un poco más temprano, en su horario de Inglés, y yo le cedo mi horario de la clase un poquito más tarde”. Yo pienso que de pronto el profesor estaba asustado. Acepté cambiar el horario de clase y le dije que no había problema. Cuál sería la sorpresa que a mi salón de clase llegaron un día dos señores. Ellos tocaron la puerta del salón, yo les abrí y me preguntaron, “¿El profesor James Pérez?”, y yo les dije, “No, él no está”, y me dijeron, “¿Y usted quién es?”, y yo dije, “Yo soy la teacher de inglés”. Entonces me dijeron, “¿Y él no debía estar aquí?”, “No, él no está”. Continué mi clase. La siguiente semana fue cuando ocurrió el asesinato del profesor James Pérez por aquí por la avenida Circunvalar con la 41.

El reemplazo del profesor Pérez se hizo mediante concurso público, y lo ganó una docente bogotana María Alejandra Taborda, formada en Ciencias Sociales de la Universidad Pedagógica y geógrafa de la Universidad Nacional. Ella también nos acompa- ñó el encuentro por la memoria:

—Abrieron un concurso en la U de Córdoba, me vine para probar cómo era un concurso. Pasé y me vine como asustada. Todo el mundo me decía “Por qué se va para allá, si allá solo lo que hay es paramilitares. Usted es sindicalista”. Yo presenté mi examen y me advirtieron, y eso fue una cosa impactante, que no utilizara bibliografía marxista. Y yo dejé mi bibliografía. Todo lo marxista particularmente no viajó para Córdoba. Eso me intimidó. Y me intimidó mucho que me dijeran: “Absténgase de hacer ciertos comentarios en clase que los salones están llenos de tiras”. Eso también me intimidó.

Uno a uno los relatos configuran los quiebres y rupturas de un pasado doloroso. El profesor Sergio Castro también hizo memoria sobre cómo vivió toda su vida bajo amenaza y cómo fue obligado a ir a un campamento paramilitar:

—Mi nombre es Sergio Castro Otano, egresado del bachillerato Guillermo Valencia, de la Universidad de Córdoba y docente de la Universidad de Córdoba. He vivido los procesos de luchas y de violencia en la Universidad y fuera de ella en todas sus formas. Como estudiante, en el año 88, cuando hacíamos la famosa práctica de Geografía, la práctica de Armero, cuando íbamos llegando tal vez a Armenia asesinan a mi hermano menor en la Universidad. Se decía que el muerto era yo, que se habían equivocado, que habían matado a mi hermano por equivocación. Me tocó también vivir el atentado del profesor Geminiano Pérez. Vi asesinar a muchos compañeros que fueron amigos en la U como Álvaro López Doria y Álvaro Taborda Álvarez. Años después yo fui catedrático, luego me gané el concurso de docente de tiempo completo y me hice directivo de Aspu. Entonces salió la famosa lista, un grupo de veinte docentes, veinte estudiantes, veinte pensionados, veinte trabajadores activos que teníamos que ir a un sitio, que los buses iban a estar parqueados frente al cementerio central de Montería y que teníamos que estar a tal hora allí. Cuando llegamos, dentro de los buses había personas que sí sabían para dónde íbamos y le decían al chofer. Llegamos a Santa Fe Ralito, allí Mancuso y 08 explicaron, como si fueran unos héroes, por qué se habían empeñado en la toma de la Universidad a sangre y fuego. Todo era muy triste y doloroso. Nos explicaron que así como ellos iban a refundar el país, nosotros teníamos que refundar la Universidad de Córdoba y había que cambiar los estatutos. Mancuso nos dijo, “Aquí mandamos nosotros y en Córdoba y en toda parte”.

Otra vez ronda la pregunta de cuál era el interés de los paramilitares al disparar contra inocentes en una universidad. Julio Álvarez, trabajador y sindicalista del alma mater, se refirió a ello:

—Mi nombre es Julio Álvarez, actualmente soy funcionario de la Universidad de Córdoba. Desde los catorce años he participado en las luchas sociales de Córdoba, movimiento agrario, movimiento estudiantil. Vi morir estudiantes, vi morir campesi- nos, los movimientos populares también aportaron con muertos, pero jamás pensé que el templo de la sabiduría fuera tomado por unos bárbaros con un proyecto que no solo contemplaba la negación de derechos laborales, contemplaba la negación de la libre cátedra. Asesinaron a estudiantes por el simple hecho de liderar procesos de libertad de cátedra junto con los profesores. Es más, dicho proyecto político-militar de toma de las universidades llegó hasta el punto de la negación de las libertades por parte de los estudiantes, trabajadores y profesores de escoger a sus rectores. Eso me marcó.

El guardián de la memoria, Serafín Velásquez, escucha atento y decide tomar la palabra.

—Mi nombre es Serafín Velásquez Acosta, fui docente y soy pensionado de la Universidad de Córdoba en el área de Ingeniería Agronómica, aún sigo vinculado como catedrático y estoy unido a esta causa porque siendo secretario de la asocia- ción de pensionados de la Universidad de Córdoba vivimos ese episodio del traslado de los sindicatos a Santa Fe Ralito. La plana mayor de las directivas de Aspu, Sintraunicol [Sindicato de Trabajadores de la Universidad] y de Ajucor [Asociación de Jubila- dos de la Universidad de Córdoba] fueron enjuiciados práctica- mente por una organización al margen de la ley que, con hojas de vidas en mano, cuestionó la conducta de los docentes, de los administrativos y de los estudiantes, y los invitó a refundar una patria como si ellos tuvieran el dogma de trazar las directrices del nuevo país.

Los crímenes relatados por los testigos de la toma paramilitar de la Universidad de Córdoba fueron reseñados en un escrito que desde Barcelona hizo el egresado de la Universidad de Córdoba Hugo Paternina Espinosa en marzo de 2009, y que llevaba por título: “Cartografía de la violencia paramilitar en la Universidad de Córdoba”32, en el que también teje su hipótesis de la toma.

En el documento de catorce páginas resume que los para- militares tenían propósitos económicos, políticos, sociales, militares y culturales al tomarse la Universidad, buscaban:

fomentar un proyecto de incidencia académica y social de corte regional, pero de abierta estirpe ultraconservadora [...], controlar desde el punto de vista militar cualquier brote del espíritu crítico que interpelara la realidad de pobreza y marginalidad que se vive en la región y el país, y finalmente se propugnaba y hasta lo consiguió, instaurar una nueva hegemonía, una especie de corporativismo agresivo que estuviera emparentado con valores y prácticas de extrema derecha.

El investigador, PhD en Antropología Social, Paternina, quien estuvo exiliado durante 20 años, hizo en el documento una línea de tiempo de los mecanismos que emplearon los parami- litares para asediar a los diversos estamentos del alma mater y tomarse la administración hasta imponer las cabezas, presumi- blemente a los rectores de la Universidad, Víctor Hugo Hernán- dez y Claudio Sánchez Parra. Sobre Sánchez Parra, quien asumió el cargo el 18 de junio de 2003, dice que se encargó de echar por tierra las convenciones colectivas ganadas por los trabajadores sindicalizados años atrás.

Durante meses, hasta la publicación de este libro, busqué a Claudio Sánchez para entrevistarlo, quien me dijo que esos asuntos los maneja su abogado. “Llevo ya diecinueve años en eso”, me dijo en nota de voz vía celular.


La memoria le otorga nuevos sentidos al pasado cuando intentamos reconstruir, convirtiéndolo en historia narrada, pero es imposible encontrar una sola memoria de la guerra y de los conflictos. La realidad es que hay muchas más memorias guardadas en el mundo privado, algunas subterráneas y otras que comienzan a emerger.
Las memorias de los testigos de lo ocurrido en la Universidad de Córdoba son justamente esas construidas en lo subterráneo, como el libro inédito del profesor Serafín Hurgando en mi memoria. Él y otros representantes de los estamentos universitarios, diez años después de la toma paramilitar, lograron ser considerados por la ley sujetos de reparación colectiva ante el gobierno colombiano. Este reconocimiento conllevó un ejercicio de reconstrucción de una memoria, aunque parcial, anclada en el restablecimiento de los derechos laborales ganados durante años de lucha33.

—Seguimos en esa lucha —continúa el profesor Serafín— porque del papel al hecho sigue habiendo mucho trecho. En 2012, la Universidad fue la primera en ser incluida en el Registro Único de Víctimas como sujeto de reparación colectiva por la toma paramilitar. Comenzamos un proceso en 2008 y el primer paso fue la creación del Comité de Impulso de Reparación Colectiva de la institución, del que hago parte y que funcionó oficialmente hasta 2015. Pero seguimos con las demandas ante la justicia porque trece años después todavía no hemos sido reparados.

Sus palabras confirman que los acontecimientos violentos de la Universidad de Córdoba dieron origen a diversas narrativas, la mayoría concebidas desde el miedo o la tensión, que poco a poco se han ido abriendo, porque así como hay memorias subterráneas, también las hay en lo emergente.

La generación del no miedo que comenzó a estudiar en la Universidad de Córdoba después de 2010 es justamente una memoria emergente. Construyó un espacio público llamado el Festival de la Memoria. Miguel Martín es uno de los cocreadores, quien comenzó a trabajar en el proceso de reparación colectiva de la Universidad desde 2012 y su primera motivación fue la frustración.

—Cuando yo llego al proceso de reparación colectiva comienzo a indagar, ¿qué pasaba aquí? Entonces, por ejemplo, un profe como Amaranto me decía que aquí prohibieron la mochila porque las mochilas son de los guerrilleros, de los mamertos, y que aquí no se puede andar en abarca porque es que esto no es de los campesinos, esto es para los ganaderos... Una de las primeras propuestas que hicimos fue ponernos una mochila de papel, hicimos una mochilatón. Esa fue la lógica que empleamos para llegar a romper cosas. Pero yo siento que no fuimos nosotros, para nada, sino que ya venía gente rompiendo y nosotros llegamos a ese campo fértil de esos silencios que ya se habían como quebrado. Me refiero al profesor Serafín, que siempre fue una inspiración para nosotros. Él ya había hecho algo que se llamó Festival de la Palabra.

Miguel Martín considera que el Festival fue “un ejercicio que fertilizó la memoria”. A las reflexiones de Miguel se sumaron otros estudiantes que trabajaron duro para que el Festival fuera un altoparlante, una voz que quebraba más fuerte los silencios impuestos.

Alex Galván, Tatiana Galera, Yuliana Montes, Yamith Cuello y Miguel, entre otros, se unieron y organizaron encuentros de discusión, ejercicios de escrituras creativas, hicieron varias performances de lo que fue la toma de la U y lograron sensibilizar a sus mismas generaciones. Los sobrevivientes contaban las historias y los jóvenes cocreaban espacios de encuentro para dialogar sobre ellas. De ello, once años después, surgió un informe que le entregaron a la Comisión de la Verdad, titulado “Informe para el Esclarecimiento de la Verdad Caso Universidad de Córdoba 1995-2005”, el cual es el resultado de la investigación del Semillero en Derechos Humanos y Memoria Histórica de la Facultad de Educación de la Universidad de Córdoba y de la Corporación Colectivo Poder Mestizo.

Hoy en día el ejercicio de no callar continúa.

—Compartir para salvarnos —me dice Alex Galván.

—¿Y lo que compartes te deja tranquilo o te mortifica? —le pregunto.

Se queda pensando mientras mira a los niños que juegan en el parque de la Ronda del Sinú, donde nos juntamos para la entrevista. Alex, moreno, alto, de cabello ensortijado y sonrisa compacta, acomoda la mochila de hilo sobre sus piernas, toma aire y recuerda su época de estudiante de Ciencias Sociales de la Universidad de Córdoba.

—Uno entra en un programa que está enrarecido y que tiene esa lápida del pasado, que está como si le hubieran puesto una colcha de flores pero abajo está la tumba. Es como si entraras al programa y comienzas a socializar con los docentes, y te das cuenta cuando tienes la oportunidad de salir a otros programas a nivel nacional e incluso a nivel internacional y ves que el de acá es anómalo. Uno piensa en cuántas generaciones fueron educadas bajo ese estigma de ser guerrillero y el temor a no posesionar una voz crítica, a posicionar una voz diferente. Cuántas generaciones egresaron desde 1990 hasta el año en que yo entré en 2015. Pasaron cinco generaciones que fueron educadas bajo una atmósfera de miedo y una atmósfera de temor, porque lastimosamente esas generaciones del noventa e inicios de 2000 cuando iban a estudiar no estaban pensando en el saber, sino en la sobrevivencia. Era como que te toca sobrevivir antes que saber.

Alex no oculta sus heridas. Un año después, el 30 de noviembre de 2021, en medio de la presentación de lo que pretende ser un Museo Virtual de la Memoria que construimos entre amigos, les dijo a los asistentes a la reunión de Zoom:

—El programa de Licenciatura en Ciencias Sociales es una plastilina que ha ido deviniendo en yeso. Los paramilitares en su estrategia de atacar el pensamiento, primero asesinaron a docentes, luego a estudiantes, hasta acabar con semilleros de investigación y líneas de estudio como la ambiental. Mataron a profesores días antes de que realizaran importantes reformas curriculares que estuvieran conectadas con el mundo de Córdoba, y de allí todo lo que sucedió fue miedo. Si entrabas a Licenciatura en Ciencias Sociales no ibas a estudiar, sino a sobrevivir, sobrevivir antes que saber. Porque eso pasa cuando la guerra se toma los campos del saber. No se trata de aprender lecciones marxistas sino de mal aprender la historia de Córdoba. No se trata de hablar, sino de silenciar y enterrar la palabra viva en un ritual.

Ana Carolina, la hija del profesor Alberto Alzate Patiño, justamente me dijo que ella no podría volver a encajar en una sociedad como la monteriana, condenada al exterminio de su pensamiento crítico y al silencio. En ella se rompió algo que no ha podido reparar desde que asesinaron a su padre y acabaron con las vidas de nueve profesores, dieciséis estudiantes y tres trabajadores de la Universidad de Córdoba.

—Más que las muertes individuales, cuando uno lo ve de manera global, es exterminar la clase intelectual de un pueblo. Es de unas gravedades inmensas para las generaciones que vinieron después, porque tenían que mantener un pensamiento plano, llano, vacío para estar a salvo. Y eso va marcando a una generación. Entonces, es una generación en la que hay pocos poetas, pocos escritores, pocos artistas, pocos analistas. Es una generación que está llena de abogados como yo, contadores, ingenieros que —sin desconocer que son disciplinas valiosas— demuestran una búsqueda por desmarcarse de cualquier cosa que genere pensa- miento crítico, por mantenerse a salvo y por poder vivir y encajar en una sociedad donde lo crítico, lo analítico, lo diferente está proscrito. Entonces te tienes que acomodar a un pensamiento homogéneo para mantenerte a salvo y para ser funcional dentro de esa sociedad. Ese es el daño que creo que se ha generado no solo con la muerte de Alzate, sino de toda esa generación.

Ana Carolina no solo no puede encajar, una pregunta siempre la persigue: ¿se fue tolerante con lo que pasó en la Universidad de Córdoba? Quiero definir tolerancia, quiero intentar entender lo que eso significa. Vimos. Asistimos al concierto del horror y para salvarnos nos silenciamos. Lo que supimos de la Universidad de Córdoba lo conocimos después, al exhumar la memoria. Aflora en las historias escritas o pensadas en el silencio, resguardadas del daño externo que el pasado le sigue irradiando al presente. Porque recordar hace daño, da miedo y sigue ahogando.

Me estruja la respuesta de Ana Carolina cuando le pregunto si Salvatore Mancuso y los paramilitares lograron, con la toma de la Universidad de Córdoba, lo que querían.

—Exterminar la clase intelectual de un pueblo y con eso generar un retraso de décadas en un pensamiento crítico es el daño que se estaba buscando. Es mantener una sociedad en pánico y bajo unos parámetros muy definidos de quién tiene el poder. Y creo que lo logró. Lograron silenciarnos, apaciguarnos. Ellos, los paramilitares, y la historia de un territorio en disputa, siempre por los poderosos, mató el ímpetu que alguna vez tuvieron pro- fesores, estudiantes y trabajadores sindicalizados, para levantar- se en contra de todo lo que estaba mal.

En octubre de 2007 Salvatore Mancuso, desde la cárcel en Estados Unidos, se responsabilizó de algunos de los hechos contra la Universidad de Córdoba.

Pasarían trece años más y en octubre de 2020 confesó que fue responsable de la desaparición del líder embera que recorrió el mundo buscando salvar a su pueblo. El exparamilitar, vía telefónica, le pidió perdón a Martha Domicó por el crimen de su padre y dijo que el homicidio de Kimy Pernía fue un crimen de Estado. Que diecinueve años atrás él recibió una orden del Estado, de las Fuerzas Militares y del comandante de los paramilitares, Carlos Castaño34.

—Profesor Serafín, cuando busqué a Camilo Iguarán, el hijo del profesor Hugo Iguarán Cote, para pedirle que me contara la historia de quién era su padre, me dijo: “Mi papá no era guerrillero, era un luchador con voz”. Sin embargo, ¿el dolor que se sembró en la tierra y que desbarató a punta de violencia los pensamientos inocentes, justos, intelectuales llegó para quedarse y convertirnos en otros?

—El río va directo al mar revuelto en miedo. Si mira atrás su camino sinuoso es para ver lo que deja a su paso, siempre historia, siempre vida, siempre belleza, pero no puede regresar. Lo espera algo más grande que lo transforma. Es así y es inalterable. Como los ríos, no podemos volver. Tenemos que aceptar nuestro pasado y entrar a un nuevo espacio de construcción, como lo hemos venido haciendo, sintiendo los dolores, sanando nuestros miedos, compartiendo nuestros silencios. Solo entonces nos daremos cuenta, como el río, de que nos convertimos en otros, pero más grandes y más fuertes como el océano.

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  1. El 23 de agosto de 2010, el Juzgado Décimo Penal del Circuito Especializado de Bogotá profirió condena contra Víctor Alfonso Rojas Valencia, alias Jawi, y contra Víctor Hugo Hernández Pérez (exrector de la Universidad de Córdoba) por el homicidio agravado
    del profesor Hugo Iguarán Cotes. 

  2. El escrito “Cartografía de la violencia paramilitar en la Universidad de Córdoba” fue
    reseñado en la Monografía político electoral. Departamento de Córdoba. 1997 a 2007. Recuperado de: http://www.archivodelosddhh.gov.co/saia_release1/almacenamiento/APROBADO/2017-11-25/373253/anexos/1_1511599261.pdf

  3. Natalia Maya, “La reparación colectiva de la Universidad de Córdoba: un caso emblemático pero poco satisfactorio”, 24 de mayo de 2018. Recuperado de: https://hacemosmemoria.org/2018/05/24/unicordoba/

  4. “El pedido de perdón de Mancuso y Rodrigo Londoño a los indígenas”, El Tiempo, 25 de octubre de 2020. Recuperado de: https://www.eltiempo.com/justicia/delitos/salvatore-mancuso-y-rodrigo-londono-piden-perdon-a-los-indigenas-de-colombia-544937

Capítulo 8: Retomar el hilo perdido

Álvaro Vélez me mira nervioso. Se frota las manos antes de guardarlas en los bolsillos de su pantalón. Se inclina hacia mí y me pide que nos alejemos de la multitud. Estamos en Monte- ría en junio de 2018, en medio de una reunión política previa a la segunda vuelta presidencial que enfrentarán los candidatos Iván Duque, del Centro Democrático, y Gustavo Petro, de la izquierda.

Álvaro Vélez fue trabajador sindicalizado de la Universidad de Córdoba y desde que lo obligaron a ir a la reunión con Salvatore Mancuso en Santa Fe Ralito no vive tranquilo. Parpa- dea una y otra vez mientras de su boca salen frases desordenadas sobre una violencia que le dejó secuelas. Lista los cargos que fueron ocupados por las fichas del paramilitarismo en la Univer- sidad, cita a los testigos que ya no están, se pregunta por la justi- cia que todavía no llega, le duele el silencio de la sociedad y las miradas estigmatizantes de quienes no quieren volver a oír una sola palabra de la toma paramilitar a la Universidad. La retahíla descansa en una frase que remueve su silencio.

—Hacer memoria en Córdoba no solo duele, es un acto de guerra.

En un sentido estricto de la frase, es cierto. Podría concluir que la primera fase de la violencia contra la Universidad de Córdoba fue la muerte del pensamiento crítico, cuando los profesores que decidieron trabajar con las comunidades indígenas del departamento, emberas y zenúes, sembraron las bases sociales de la apropiación del territorio y sus ideas fueron baleadas y con ello, silenciadas.

En el municipio de Chimá, donde nació el profesor Francisco Aguilar, asesinado, pregunté por su legado a varios docentes que lo conocieron y ellos me pidieron no hablar de eso. En San Andrés de Sotavento busqué a dos ancianos zenúes que acompañaron a Alberto Alzate Patiño en sus investigaciones, para que me contaran qué recordaban del profesor, y uno de ellos se encogió en la silla mariapalito, enmudeció y dejó escapar unas lágrimas.

—De Aguilar se dejó de hablar en este pueblo —me dijo el docente de Chimá.

—El profesor Alzate nos dijo que teníamos voz, pero nos dio miedo —me dijo el abuelo sabedor zenú.

Alzate publicó en 1987 su tesis Aspectos históricos y situación actual: Resguardo indígena de San Andrés de Sotavento, itinerario de un despojo y una reivindicación. En adelante su prolífico trabajo como asesor acompañó las investigaciones de sus estudiantes, estrechamente relacionadas con el mundo rural y dolorosamente desigual de Córdoba, demostrando una profunda necesidad de ahondar en los problemas, pero más que en ellos en las posibles soluciones. Sin embargo, el paramilitarismo no lo dejó avanzar.

La guerra en Córdoba impuso el silencio y la inacción para continuar en territorio las investigaciones de los científicos sociales que ya no están; y también apabulló al movimiento estudiantil casi hasta eliminarlo. Cuando hoy se pregunta en los círculos estudiantiles por los exiliados Enoín Humánez o Abel Fuentes, graduados en la distancia del programa de Ciencias Sociales de la Universidad de Córdoba, en los rostros de los interlocutores, egresados en la primera década de 2000, se dibuja la perplejidad.

—Ellos tuvieron que irse porque el Estado no les garantizó la vida. Pero también siguen en el exilio porque tuvieron miedo de los dedos que señalaban quién se moría: un profesor y empleados de la Universidad —me dijeron casi en coro dos de los miembros del Semillero de Investigación en Derechos Humanos y Memoria Histórica (Sedhym) cuando los entrevisté en enero de 2021.

Los nexos de representantes de algunos estamentos de la Universidad con el paramilitarismo fueron de conocimiento público cuando un grupo de sicarios de las autodefensas así lo relató ante Justicia y Paz35.

En la frase del profesor Gonzalo Sánchez: “Las ciencias sociales fueron prácticamente invadidas, en el curso de los dos últimos decenios, por el tema de violencia primero y de la guerra luego”36. Se dibuja de alguna forma el que todavía no se puede considerar el colofón de lo vivido por los intelectuales de la úni- ca institución pública de educación superior en Córdoba, pero que sí constituye un desgarramiento social: la toma paramilitar a las entidades del Estado en el departamento a comienzos de la década de 2000.

A partir de ese momento se instala, a la fuerza, el silencio. Hablar en la Universidad no era seguro. Los sindicatos denunciaban que en la institución habían sido nombradas en cargos estratégicos personas cercanas al paramilitarismo. El 4 de diciembre de 2008, la Fiscalía detuvo en Montería a Claudio Sánchez Parra, rector de la Universidad, y a Luisa Lora, secretaría general de la institución. Para ese momento los sindicatos del alma mater se encontraban en paro, en protesta por la supresión de las convenciones colectivas que amparaban algunos de sus derechos laborales. Ambos quedaron libres seis días después. En abril de 2014 capturaron a otros funcionarios de la Universidad de Córdoba entre los que estaban profesores y administrativos37.

Pero los hilos perdidos de las verdades de esa catástrofe de sentido no se hicieron invisibles para siempre, y por el contrario, las memorias afloran para rellenar el mapa inconcluso de lo ocurrido. Porque no es posible el exceso de memoria en un país continuamente en guerra, porque es necesario que los testigos nombren.

Después de buscar por varios años al profesor de Ciencias Humanas de la Unicor Geminiano Pérez, quien para salvar su vida se fue de Montería en 1985, lo encontré en una ciudad del Caribe tras haber vivido en Bogotá y en Ecuador. Su voz se entrecorta a veces debido a la tristeza y otras por asumirse conversando de lo que le fue prohibido muchos años de su vida.

—Hoy creo que el silencio impuesto no era olvido y quiero creer que no lo era por los siglos de los siglos —me dice el profesor Geminiano al despedirnos.

“Entre memoria y olvido no hay relaciones dicotómicas sino negociaciones estratégicas”38. El planteamiento del investigador Gonzalo Sánchez nos permite explicar cómo los testigos protegen la memoria y cómo hacen uso del silencio como herramienta de autocuidado.

Las huellas del horror que marcaron nuestra historia cordobesa hoy se configuran en narrativas vivas de un presente imperfecto y urgente, y desde ellas se enfrenta el futuro sin que signifique encontrar todas las respuestas.

Geminiano Pérez es la prueba de ello cuando, desde su espacio, rompe el silencio para explicar, enunciar. Y a su relato se suman los testimonios de los sobrevivientes de la toma paramilitar a la Universidad que puedo mencionar por sus nombres: Serafín, Nancy, Camilo, Sergio, Amaranto, Martha, Ana Carolina, René, Abel, Enoín, Jorge, Mauricio, Alba, Rafael, Miguel, Víctor, Guillermo, Ramiro, Alcides y también a quienes no puedo men- cionar.

La determinación del docente Serafín Velásquez de organizar junto con otros docentes un Festival de la Palabra para sumar a la lucha por el reconocimiento de la Universidad de Córdoba como víctima y sujeto de reparación, y haberlo logrado; la urgencia de estudiantes de diversos programas académicos de instalar el Festival de la Memoria que a través del arte y otras estrategias se tomó distintos espacios en Montería para recordar lo ocurrido en la Universidad; la acción de la profesora María Alejandra Taborda de hacer geminar un semillero de investigación en el programa de Ciencias Sociales contra viento, violencia y marea; y la determinación de varios de los sobrevivientes de abrir sus memorias en un espacio construido respetuosamente para la escucha a lo largo de los dos primeros años de la pandemia que derivó en EntreRíosmuseo.co; son el hilo perdido de un silencio sicológico que estuvo en diálogo con la memoria subterránea, la cual estalla para proveer de significantes lo inenarrable, de sonidos lo inaudible, de imaginarios lo invisibilizado.

El renacer del pensamiento crítico de manos de una nueva generación de estudiantes, egresados e investigadores de Córdoba es una realidad hoy día. Como también lo son las distintas violencias sicológicas y simbólicas que siguen operando en el claustro universitario.

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  1. “‘Al que señalaban en la U se moría’, dice alias Visaje”, El Universal, 10 de septiembre de 2010. Recuperado de: https://www.eluniversal.com.co/sucesos/al-que-senalaban-en-lau-
    se-moria-dice-alias-visaje-LHEU61962. 

  2. Gonzalo Sánchez, Guerras, memoria e historia, Medellín: La Carreta Editores, 2014. 

  3. “Capturan a exdirectivos de la U. de Córdoba por nexos con ‘paras’”. El Tiempo, 25 de
    abril de 2014. Recuperado de: https://www.eltiempo.com/archivo/documento/CMS-13884279. “Capturan a funcionarios de la Universidad de Córdoba”, El Universal, 25 de abril de 2014. Recuperado de: https://www.eluniversal.com.co/regional/capturan-funcionarios-de-la-universidad-de-cordoba-157891-DXEU250157

  4. Gonzalo Sánchez, op. cit. 

Bitácora

La voz de los lápices, testimonios de la universidad tomada es un intento más de EntreRíosMuseo.co, un lugar para recordar el silencio, la palabra y la verdad.

Alguna vez comenzamos a creer que los lugares llaman. Comienzan diciendo: “Oiga...”. Tienen una voz profunda y desconocida. Los lugares no tutean. Nos hablan de usted. Nos convidan al respeto. Cuando estás en ellos no te niegan nada. Inermes, se entregan. Cerramos los ojos y nos dejamos tocar por el murmullo de ese lugar de silencio, memoria y verdad que habitamos.

La voz de los lápices es otro resultado de ese viaje al silencio que es EntreRíosmuseo.co, que comenzamos ya hace un buen tiempo para encontrarnos con los sobrevivientes del conflicto, escucharlos y contar. Es un proyecto íntimo y colaborativo que investiga las memorias y las verdades de la violencia en el Caribe colombiano.

Lo bautizamos así porque nace en la tierra de la cultura anfibia, llamada así por el sociólogo barranquillero Orlando Fals Borda y desde él se irrigan las memorias para descubrir las verdades. Entre ríos son dos palabras y nosotros quisimos juntarlas sin alterar su independencia. Supimos que ese iba a ser el nombre original del departamento de Córdoba, uno de los ocho del Caribe colombiano, espacio inabarcable e incomprensible.

La idea nace de la imposibilidad de contar, del dolor acumulado, de la responsabilidad con la tierra. Desde hace quince años busco las voces de los sobrevivientes y sus historias en Córdoba. Todos los intentos conducían a un silencio profundo pero a la vez diáfano. Poco a poco se fueron asomando esos espacios subterráneos hasta quedar expuestos algunos testimonios.

El proceso de investigación implicó entrevistas en profundidad; revisión de archivos inéditos, documentales, periodísticos, literarios y judiciales, para intentar comprender sin prisas ni urgencias; y con la convicción de que lo no dicho es mucho más de lo que contamos y allí hay un tejido comunicativo que el tiempo nos permitirá seguir enhebrando poco a poco.

En un tiempo imperfecto los silencios y las palabras del conflicto navegan para hacer, deshacer y germinar. Para dolernos, ojalá para reconciliarnos.

Agradecimientos

A todos los sobrevivientes de la toma paramilitar a la Universidad de Córdoba, por permitirme transitar sus silencios y escuchar lo que en ellos se configuró. Por ser compañía y por mantener durante tantísimo tiempo una comunicación cercana, a pesar de los kilómetros de tierra y mar que nos separan.

Al profesor Gonzalo Sánchez, por guiarme.

A los compañeros Constanza Bruno, Alex Galván y Gloria Estrada, por caminar conmigo.

A mis hijos Maya y Juanse, por existir.

A la Konrad Adenauer Stiftung (Colombia), a Reporteros Sin Fronteras (Alemania), y a la Pontificia Universidad Javeriana por facilitarme recursos, espacio y tiempo.

A ti, Rodrigo V. Gracias por acompañarme en este tránsito de la vida.

Referencias bibliográficas

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Referencias fotográficas

Portada del Libro: Fachada de la Universidad de Córdoba, en la época de los asesinatos contra profesores. Foto tomada de la edición de El Meridiano de Córdoba, jueves 18 de julio de 1996.

Página 24-25: Serafín Velásquez, profesor de la Universidad de Córdoba. El guardián de la memoria. Foto tomada por Diego Pérez para entreriosmuseo.co

Páginas 38-39: Río Sinú en Tierralta, Córdoba. Foto tomada por Diego Pérez para entreriosmuseo.co

Página 56-57: Alberto Alzate Patiño, profesor de la Universidad de Córdoba.

Foto cortesía de Ana Carolina Alzate, hija del profesor Alberto Alzate.

Páginas 72-73: Entrada de la Universidad de Córdoba. Foto tomada de VerdadAbierta.com. Recuperada de VerdadAbierta.com

Páginas 84-85: El Meridiano de Córdoba, junio de 1996. En la foto Abel Fuentes, estudiantes exiliado. Foto tomada de El Meridiano de Córdoba.

Páginas 118 y 119: Busto de Marx en un patio de la Universidad de Córdoba.

Foto tomada por Diego Pérez para entreriosmuseo.co

Páginas 140-141: Los tres ingenieros agrónomos de la Universidad de Córdoba asesinados: Rogelio Rodríguez, Jhon Peláez y Luis Monsalve. Fotos publicadas en una edición de El Meridiano de Córdoba, en julio de 1997.

Páginas 158-159: Paramillo, en el Alto Sinú cordobés. Foto tomada por Diego Pérez para entreriosmuseo.co

La voz de los lápices. Testimonios de la universidad tomada,se terminó de imprimir en el mes de octubre de 2022 en los talleres de Opciones Gráficas Editores Ltda., en la ciudad de Bogotá, D.C. - Colombia. Somos una empresa responsable con el medio ambiente.

Créditos

Catalogación en la publicación – Biblioteca Nacional de Colombia
Morelo, Ginna, autor
La voz de los lápices : testimonios de la universidad tomada /
Ginna Morelo ; investigadores colaboradores, Alex Galván y Constanza Bruno ; fotografías, Diego Pé.rez -- Bogotá : Fundación Konrad Adenauer, [2022]. -- ©2022 .
176 páginas.

Incluye datos curriculares del autor -- Incluye referencias bibliográficas y fotográficas.

ISBN 978-628-95329-0-6 (tapa blanda) -- 978-628-95329-1-3 (libro digital)

  1. Universidad de Córdoba - Historia - Siglos XX-XXI 2. Conflicto armado - Historia - Córdoba - Siglos XX-XXI 3. Violencia - Historia - Córdoba - Siglos XX-XXI 4. Emberas Catíos - Condiciones sociales - Siglos XX-XXI 5. Paramilitares - Historia - Córdoba - Siglos XX-XXI I. Galván, Alex, colaborador II. Bruno, Constanza,colaborador III.Pérez,Diego,fotógrafo.

CDD: 303.60986112 ed. 23 CO-BoBN– a1100740

© 2022, Fundación Konrad Adenauer, KAS, Colombia
Calle 93B Nro. 18-12, Piso 7
(+57) 601 743 0947 Bogotá, D.C., Colombia www.kas.de/web/kolumbien

Representante para Colombia: Stefan Reith

Coordinadora de proyectos: Angélica Torres Cardozo

Autora: Ginna Morelo
Editora: Gloria Estrada
Investigadores colaboradores: Alex Galván y Constanza Bruno
Diseño de Portada: Jorge Daniel Morelo
Foto de portada: El Meridiano de Córdoba
Foto de autora en portada: Rodrigo Villarzú
Fotografías: Diego Pérez, El Meridiano de Córdoba Verdad Abierta y archivo propio.
ISBN: 978-628-95329-0-6 (Tapa blanda) ISBN E.: 978-628-95329-1-3 (Libro digital) Octubre de 2022, Bogotá, D.C.

Impreso en Colombia

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